No hay evasión en una mirada
vacía. Dirigida al infinito sin proyección. Prisionera entre lo sólido y lo
frágil. Contra el tiempo. Marisa tiene los ojos perdidos en los cristales, y en
la oscuridad absoluta mece su mente al vaivén del tren expreso. Desde hace rato
está ausente del mundo, de su mundo; minutos, decenas de minutos escriben sin
parar páginas en blanco, atrapados en un espacio tiempo sin presente, futuro ni
memoria. Vuelve en sí. Le duelen los ojos de mantenerlos abiertos, fijos en la
nada. Mira el reloj. En apenas una
hora verá cumplido un sueño. Un sueño incólume
que resurge desde un rincón, un paraíso del alma. Recompensa a la paciencia, al
amor inagotable, eterno. Pero nada hay que reprimir, nada de qué avergonzarse. Nunca
esperó nada hasta que todo hubo acabado. Una señora y una niña duermen frente a
ella. No las conoce, y por otro buen rato imagina sus vidas mirándolas
fijamente. Luego regresa a la suya, pero solo al instante presente, ni unas
horas, unos días antes, ni a lo que le ofrecerá la vida una hora más tarde. “¡El
presente es lo más real que tengo ahora!, suspira mientras repara otra vez
entre las luces y sombras los detalles de éste departamento antiguo, mal
conservado, carcomido por la dejadez y el tiempo, algo que en ella le resulta
familiar, algo que aleja sin rencor por las fronteras del tiempo. Se siente otra. En
parte aquella joven que tuvo que decidir. Delante de aquella puerta que cerró a
duras penas y en la que ahora gira la llave. Lo que encuentre será lo de menos.
Sabe por sus cartas, espaciadas, que la espera. Mira el grosor de su maleta, su
bolso. Y piensa que les ha cabido casi una vida. Y que ésta aún no ha acabado. Acaricia
las mangas del vestido, negro, la gasa en sus puños, el remate de pequeños
volantes, y pasa las manos por sus piernas. Le hormiguean. Está tensa. Ahora dibuja
una imagen lejana, algún beso, el placer en un cuarto a oscuras, sin rostros ni
palabras, luego una foto pequeña y descolorida de pasarle los dedos, y los
labios. Cuarenta largos años. Demasiado tiempo. También ayer mismo. No desea
volver a recordar. Nadie deja atrás. Sólo los recuerdos, buenos y malos
recuerdos. Nadie le espera aquí. Sólo los
recuerdos, buenos, inmensos recuerdos. Y decide no recurrir a ellos. Excesivo tiempo
acariciándo, royéndole el alma y ya, murmura, no los necesita. Hoy los lidera,
tiene poder sobre ellos. Sonríe levemente. Nada dura siempre. El amor y el
sufrimiento tuvieron su momento de gloria, ese que ahora le regala su afonía,
su silencio. Vuelve a mirar el reloj. A perder
la mirada en una oscuridad que acoge al fin algunas luces. Algunas conocidas. En
ésta ciudad nació y poco ha cambiado en estos años. Poco a poco el habitáculo
gana en luminosidad. La señora abre los ojos e intenta despertar a la niña,
pero se resiste. “¿Se encuentra usted bien?, vuelve a preguntar por enésima vez
en las últimas ocho horas. “Sí, no se preocupe”, vuelve a repetirle. Sonríen. No tienen nada que
decirse. El tren afloja su marcha. Se acrecienta su vaivén en los cambios de
vía. Pronto amanecerá. Marisa se aleja mentalmente mientras el tren para
lentamente y asciende la amplia avenida frente a la estación, gira en la
segunda esquina y sobre la mitad de la estrecha calle se para frente a la casa
de dos plantas, de fachada encalada. Imagina las persianas bajadas, las luces
apagadas. La recuerda como si hubiese vivido allí siempre. Asciende sus cuatro
escalones. Y toca a la puerta. Respira con hondura. El tren frena al fin entre
chirridos. La niña despierta y hace una pregunta tras otra a su madre. Marisa ya
no piensa en los niños, se adaptó a no tenerlos. Hoy se alegra. Abandona el
pasado con total libertad, como una bendición, ahí está, sí, pero solo para
acariciarle si cabe como a cualquiera o como al mejor de sus amigos. ¡Volver a
empezar, exclama para sí, nada que aún no pueda repararse! Marisa espera a que
abandonen el departamento la señora y la niña. “¿La ayudo?”, insiste la señora una
y otra vez hasta que la pierde de vista entre cada vez más impostadas sonrisas.
Se queda sola. Mira el andén. Se recrea en algún encuentro efusivo. Mira el
reloj. Son casi las seis de la mañana. Entonces levanta con dificultad sus
denostados huesos, estira sus dedos entumecidos, que crujen al acoplarse; paso
a paso se gira, se cuelga el bolso, y ase con inusual brío la
maleta.
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