Hace
memoria. Es julio. Quince o dieciséis. No, trece, recuerda no muy
convencido. Ha frenado la rueda del coche en la misma hondonada, y
las luces iluminan los dos eucaliptos, majestuosos, casi juntos.
Deja
entre ellos la mirada perdida.
El
runruneo del motor está de fondo un buen rato. Lo apaga. Mira el
reloj. Son las nueve y media. La misma hora. Con exactitud. Apaga las
luces. Es noche cerrada y el silencio absoluto. Coge la linterna de
la guantera, e ilumina el asiento de al lado recordando la cara de
Teresa, su nerviosismo, el constante parpadeo de sus ojos. Vuelve a
verla hermosa, deseable. Y vuelve a hacerle el amor. Lentamente.
Compartido. De un modo muy diferente a aquella noche. Aquella noche
no quiere recordarla. Pasó así, como la vive ahora. Como debió
ser, con sus manos emanando ternura, siendo los abrazos cálidos, los
besos profundos, húmedos, alocadamente húmedos. Está excitado, y
se pajea sin importarle manchar el coche. Luego permanece un rato
naufragando en sus pensamientos, a la deriva, hasta que su mente
vuelve a preguntarse qué está haciendo allí, en este apartado
lugar que solo le trae malos recuerdos. Un lugar al que viene todas
las noches de sábado desde hace ya demasiados meses. No puede
evitarlo. Algo le empuja a estar aquí. En este mismo lugar, a esta
misma hora, todos los sábados. Algo le empuja a necesitar repetir
el placer, ahora en solitario. Algo que todos los sábados le empuja
a bajarse del coche, caminar a la luz de su linterna hacia los dos
eucaliptos, majestuosos, casi juntos, pasar entre ellos y escurrirse
por una leve pendiente, y allá, al lado de unas zarzas, iluminar una
fracción de terreno donde ya ha crecido la hierba, y donde la piedra
roja, informe, continúa clavada.
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