Los
poetas (me cuento) somos una gran familia
en la que todos somo hijos
únicos. Para cada
uno todo el cariño, para cada uno toda
herencia,
ser de los dioses.
La
humildad vuela bajo y suele llevar en sus
alas: No soy poeta, soy
aprendiz, escribo por
afición, cualquiera lo hace mejor que yo, como
común modo de auto flagelarse dulcemente.
Los
poetas somos una gran familia en la que
casi todos tenemos un libro
en la mano, pero
solo para su venta, aunque hagamos poses
receptivas.
En la afinidad está la excepción o el
intercambio, raras veces en
la calidad del
escrito, ya que para eso está el nuestro.
Una
gran familia de buena gente, buenos
amigos, que se reúnen, recitan,
hacen
(hacemos) de la poesía un latir de corazones
que van
esculpiendo su historia por los
caminos del mundo.
Familia
sin raíces en la propia familia, como
árboles de un paisaje sobre
el mar, como hojas
que van cayendo y crujen al ser cubiertas por
otras hojas.
Todos
de otoño, y sobre nubes con cara de Dios.
Familia
donde perderse, o escalar en la cima
del deseo, todo lo que consiga
no arrancarnos
los ojos, que el infinito tenga el privilegio de
leernos para entrar en nuestro propio reino de
la inmortalidad.
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