Javier sabía a
lo que iba.
La excusa del
grifo roto era genial.
Así que llegaba
con su pesada caja de herramientas para nada, pero cómplice, para
evitar sospechas o rumores.
Subía en el
ascensor hasta la cuarta planta algo alterado, con bastante ansiedad.
Amaba a Teresa.
Amaba su sonrisa triste, su mirada honda y sincera, su voz tierna, su
cuerpo batallado. La amaba en silencio, en la cruel y más fría
soledad. Y ella le correspondía, se lo había demostrado infinitas
veces, en pequeños detalles, leves gestos. Amor de ojos y sueños,
de compartir te quieros desde el fondo del alma.
Lo llamó por
teléfono. Y ahí estaba, unos minutos después, yendo a su encuentro
por primera vez.
Al escalofrío
de imaginar el encuentro añadía el del traqueteo y roce del viejo
ascensor en la paredes. Soltó la caja, y cerró los ojos. Lo
imaginaba así: rozarán sus nudillos la puerta, aparecerán sus ojos
flotando en al oscuridad, su cuerpo ondoso, y sin necesidad de
hablarle abrazará su cuerpo con fruición, apretará la cabeza
contra su pecho, le besará el pelo, los ojos, la nariz, lentamente,
hasta hundirse en sus labios, sumergirse en ellos hasta que el aire
sea solo una necesidad innegable, y luego, luego....
El ascensor
frena en seco, y le obliga a dar un salto y a abrir los ojos.
Es el momento,
se dice, el fin de los sueños, el empezar a vivir, el comienzo de la
ilusión, de la esperanza. El corazón redobla ante la visión del
pasillo donde ya vislumbra la puerta del 4º A.
Solo unos
pasos..., una puerta, suspira.
Ase la caja. No
pesa, si acaso la responsabilidad. Por un momento tiene miedo.
¿Estaré a la altura?, babea, ¿sabré hacerla feliz?, al tiempo que
se afirma: “No estará su marido, no me habría llamado, ni sus
hijos...claro, qué tontería, vamos Javi, que solo será un polvo,
dos minutos y a correr”, “otro de tantos”, sonríe, para
desdecirse: “ojalá”.
Se calma, se
centra.
Enfila el
pasillo, a pasos cortos, con la respiración entrecortada, hasta
llegar a la altura de la puerta. Hay ruido en el interior, son los
niños, le parece. Juegan, o gritan, o ambas cosas, deduce. Cierra
los ojos. Suspira. Los abre. Y gira la cabeza resignado a la puerta
del 4º B. Se dirige a ella con celeridad. La caja le pesa un güevo.
Toca. Tardan en abrir la puerta a gritos de ya va.
-¡¡Hombre,
Javi, ya era hora, coño, tengo un charco en la cocina!!
Doña Eloisa,
octogenaria, clienta de toda la vida, pone en marcha su obesidad
mórbida, para intentar dejarle paso.
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