La vida como la ficción necesita al héroe. Su máxima, matar al malo, salvar al mundo y besar a la chica se va echando cada vez más en falta. Sin él el malo prolifera y su conquistar el mundo se va poco a poco realizando en pequeñas aunque constantes batallas y de terreno irrecuperable. Avanza su mano negra ante la desidia o el único enfrentamiento que es lamentarse. No hay oposición quizá por esa aparente tranquilidad que ofrece el anonimato, ese ser de uno para uno, ese ser de no partirse una uña por nadie, de no mancharse los zapatos por nadie. Así los malos crecen y se crecen porque nadie alza una firme voz que les haga acojonarse.
La vida como la ficción explota ahora al personaje de escaso nivel como modelo heroico, héroe sí, pero sólo del día a día, de su día a día. Personaje que como todo el mundo es héroe de lo suyo, bueno y a la vez malo malísimo de su parcela sagrada.
Héroe de pacotilla para un mundo tomado.
La vida como la ficción ha cambiado su Ulises, su Superman, su 007, por personas normales, de la calle, que no emocionan a las Penélope, a las Lois Lane o las Moneypenny, ha cambiado a los Doctor No de turno –identificados y vulnerables- por tanto malo de echarse a temblar, tanto loco con máscara de cuerdo, que así, sin héroes, no desvelará ni destruirá nunca.
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