Bajo el toldo de lienzo el abuelo
forja con su navaja
un caballo de madera.
El abuelo tiene esa tristeza misteriosa
que nos obliga a escucharle
con orejas de niño.
De unos niños ya no tan niños.
El abuelo tiene historias pasadas
para escribir un libraco
y otras que recuerda de su padre
y de su abuelo para una enciclopedia
(también del dolor por los muertos, de la soledad,
aunque de eso nunca dice nada).
Son historias fantásticas
llenas de momentos proclives siempre a la esperanza,
tan creíbles, y tan bien narradas
que robustecen la fragilidad de nuestros corazones,
como marco dorado
en nuestras vidas aún de demasiadas páginas en blanco.
El abuelo aporta al espectáculo
gestos exagerados y largos silencios
en el busilis del enigma
arrojándolo trozo a trozo
al chisporroteo del aceite de nuestra impaciencia
dejándonos de nuevo embobados y bien dispuestos
a acompañarle en otro monólogo
como bolas de carbón de encina
que se prenderán sin remedio al calor de su llama.
Tenemos que irnos
y el abuelo nos señala alguna mata del huerto:
“tienen buena pinta – dice - eso si los fríos acompañan”,
y nos ríe a todos con buena boca,
y nos besa uno a uno dándonos una moneda.
Yo a menudo me fijo en sus ojos brillosos,
y él los cierra cuando me besa,
quizá evitando que caiga alguna lágrima retenida.
(de "Olor a invierno", 2008)
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