Evaristo observa con estupor la única habitación de su chabola totalmente desvalijada, y recuerda uno a uno los cachivaches que la adornaban: un televisor que recogió de un basurero y que ya no sabrá nunca si funciona, una silla coja, un colchón, una manta, las cuatro tablas que va recogiendo a diario de los contenedores, el cubo de lata donde hacía fuego en las noches más frías.
Evaristo no es un pobre de toda la vida, lleva apenas un mes en la dura tarea de serlo, se marchó hace apenas una hora porque tenía hambre y con sólo un euro en el bolsillo, salió a robar un Bollycao en el primer supermercado que se le pusiera a tiro, pero después de cogerlo en lugar de echar a correr prefirió pagarlo. Noventa y nueve céntimos. Se lo comió con ganas y con la satisfacción de quién se come lo suyo. Ahora está indignado pero sabe que le durará poco. Piensa en el ladrón, y en que él al menos tiene una chabola y un céntimo en el bolsillo.
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