Agonizaba la gélida tarde del mes de enero. La calle Obispo estaba solitaria. Juan Angulo salía de su oficina y no podía creer que no hubiera ni un alma cuando ayer estuvo de bote en bote por la cabalgata de reyes. Se ajustó el gabán y obligó a María a que entrara a pedirle a su abuela su chaqueta de pana.
- Hace un frío de perros, María
Miró el reloj. Eran las siete y media. Tenía tiempo. La cita era a las ocho. Podía acercar a María a su casa, en la ladera del castillo y llegar con tiempo sobrado.
María salió con su chaqueta echada a modo de capa y se respingó a besarle.
- Hasta mañana
- Voy a acompañarte
- Tienes una cita. Ve. Rezaré para que sea un buen trabajo
- Es a las ocho, María, falta media hora
- Mejor que llegues pronto que tarde, anda, ve, ve
Angulo se quedó inmóvil viéndola alejarse. María se giró y él le lanzó un beso en un soplo.
- ¿Quieres irte de una vez?
- Te quiero – le gritó Angulo
- Vale, vale, ve, ve
María enfiló la cuesta mientras Angulo silbaba una canción navideña con las manos sumergidas en el gabán dando sus primeros pasos en dirección a la calle Saeta a remediar a una tal Juliana, intima amiga de su abuela. Pensaba en María. Llevaba trabajando un mes para él y le tenía loco. Aún no le había tocado un pelo ni le hacía falta. Se había enamorado como un colegial y su sola presencia le llenaba de gozo. Llevaban juntos un mes desde que dejó su trabajo de mozo en un taller mecánico para ser detective y éste era su primer trabajo.
Comprobó que no olvidaba nada. La pistola le colgaba en un costado, la libreta y el bolígrafo abultaban en el bolsillo de la camisa. Iba algo nervioso. Juliana no le había dado detalles por teléfono, sólo que no dijera ni una palabra a nadie y que fuera puntual, que no preguntara a nadie por ella, que ya se encargaría de dejarle abiertas las puertas del portal y de su piso.
Miró el reloj. Las siete y treinta y cinco. No se lo pensó y en dos zancadas llegó al “Malena”. Pensó que no hay nada mejor que un trago para calmar los nervios. A Juancho le extrañó verle tan temprano pero sabía lo que quería y se lo plantó en el mostrador, interesándose al tiempo si pensaba pagarlo.
- Tengo un trabajito entre manos. Te pagaré cuando cobre
- Ya va por los mil euros…
- Llevo un mes sin trabajar. Y tengo gastos. Ya sabes. No te preocupes, campeón.
Juancho confiaba en él. Una mala racha la tiene cualquiera. Para eso están los amigos.
Angulo se bebió dos whiskys a la carrera con tapa extra de jamón y queso y retomó la calle Obispo simulando deslizarse como en un tobogán hasta la Catedral. Se detuvo a mirarla. Siempre que pasaba la miraba aunque jamás ahondaba en detalles. Le fascinaba en su conjunto y le abrumaba al mismo tiempo. Con los focos vestía majestuosa. En la plaza varias parejas lucían sus abrigos y algunos niños corrían al amparo de sus gritos. Angulo sonrió. Volvió a pensar en María, también en los niños, esos diablillos que siempre miraba de lejos. Dejó la Catedral a su izquierda y miró el reloj de nuevo. Faltaban diez minutos y aceleró el paso rumbo a la calle Saeta. Hacía años que no pisaba ésta calle a pesar de su proximidad, que no pulía la suela de sus zapatos patinando por sus aceras. Hoy le mareaba la inclinación de la calle, el brillo de las baldosas por las luces porque le parecía que iba a escurrirse como entonces.
El bloque de pisos estaba mediada la cuesta. De niño venía a menudo con su abuela y pasaba muchos ratos jugando en la calle. Tenía un amigo, Julián, recordó mientras miraba de reojo la fachada del bloque de tres plantas, envejecido, abandonado a su suerte.
- “Como mi abuela - se sobrecogió, y sonrió - tal vez como Juliana”
La puerta del portal estaba abierta. Entró y a pesar de la penumbra vio restos de suciedad redondeando los rincones, ribeteando las pisadas en la escalera. El suelo estaba pegajoso y chancleteaban las suelas al despegarse. Olía a humedad. Es repugnante, pensó. En la planta baja, al final del pasillo estaba la puerta del piso de Juliana. Estaba entornada y la luz del interior encendida. Vio a una sombra moverse. Caminó con sigilo aunque en la caja de escaleras no se oía a nadie. Antes de alcanzar la puerta Juliana le abrió.
- Venga, venga, Juanito, date prisa – le siseó
Juliana vestía una bata negra corta y tenía las mangas arremangadas. Por eso le llamó la atención sus brazos y piernas blanquecinas, delgadísimas, también sus ojos saltones, su cara arrugada como surcada por un tenedor. Angulo se sobresaltó. Intentó envejecer a la Juliana que conoció hasta los doce años y no le cuadraba. Ni siquiera cotejándola con su abuela que sería de su edad. Dudó. Su sexto sentido le aconsejaba salir por piernas. Pero recordar las palabras de su abuela: “Pórtate bien con mi amiga, animal”, le frenaron. Debía quedarse por su abuela. No le quedaba otro remedio.
Juliana abrazó su cintura y apoyó la cabeza en su pecho.
- Dios, Juanito, cuanto tiempo, cómo has crecido
Olía a sudor y a ropa sucia. Angulo dio una arcada. Le pringó la espalda de un revoltillo con whisky, jamón y queso.
- Usted perdone – se disculpó azorado
- Tenía que lavarla, hijo, no te preocupes
Juliana se quitó la bata sin cortapisa y un camisón fucsia mugriento desmejoró más si cabe su físico.
- Te preguntarás para qué te he llamado
Se giró al largo pasillo. Pidió a Angulo que la siguiera.
Las luces tenues disimulaban la suciedad pero el hedor era insoportable. Analizó la situación mientras la seguía con cautela: vivienda caótica, vieja chiflada, trabajo basura. Sonrió al preguntarse: ¿Qué puede querer una vieja chiflada, cerda, de un detective?, y se respondió: puede que no esté chiflada, que sólo sea una cerda, que me haya llamado como al hijo de una amiga.
Juliana abrió la puerta de una salita. Fue como si destapara un contenedor de basura. Angulo vomitó de nuevo.
- Debe ser la cena, me habrá sentado mal
Juliana no se inmutó. En el pasillo brillaba una buena mancha.
- Tenía que fregar, ahora con más motivo. Pasa, anda, siéntate
Angulo se sonó la mocarrera e intentó respirar con la boca. Una lámpara envuelta de polvo y alguna telaraña, con la mayoría de las bombillas fundidas, iluminaba un ambiente tétrico. Entre los escasos muebles se amontonaban decenas de bolsas grandes de basura.
- La mayoría son de ropa vieja. Para los negritos – le aclaró al ver su gesto de asco – Eran de Alí, trabajaba en eso
Angulo le formuló la obligada pregunta pero sin hacer un gesto ni decir una palabra.
- Alí es mi marido
Angulo siguió con la boca abierta, respirando, de paso.
- Bueno, no marido marido pero como si lo hubiera sido. Para efectos igual. Hemos sido muy felices juntos
- ¿Hemos?
- De eso quiero hablarte. Ha muerto…
Gimoteó y tuvo un golpe de tos. Tan fuerte y prolongado que se le amorató la cara y Angulo se asustó.
- Hace una semana que no fumo pero ésta tos… - dijo carraspeando y escupiendo varias veces sobre las bolsas de basura - La edad, la edad, Juanito…
Se calmó y abrió el cajón de una cómoda. Puso una caja de latón sobre la mesa. La abrió y de un buen fajo de billetes sacó dos de quinientos euros.
- Toma, son para ti
Angulo puso cara de bobo y olvidó por un instante el infecto agujero donde estaba metido. Su visión perfumó el ambiente, desodorizó a la guapetona de Juliana, le parecía ahora entrañable, y cuerda, entrañablemente cuerda.
- ¿Qué hay que hacer? – preguntó con ánimo
Juliana colocó la caja con mimo en el fondo del cajón y la cubrió con unas sábanas. Después se giró despacio y tartamudeó al empezar a hablar.
- Primero quiero que sepas que con Alí he sido muy feliz. No te confundas. Dos semanas de mi vida que no cambiaría por nada. Siempre he estado sola, tú lo sabes. La soledad en la vejez es insoportable. Un día tocó a mi puerta vendiendo algo y no consentí que se fuera. Bueno, sí, sólo un día que había quedado con un amigo para recoger ropa usada. Creí que no volvería pero trajo todas éstas bolsas. Se pelearon, me dijo, y partieron la carga. Aquí la dejó, no sé bien para qué.
- ¿Era ilegal?
- ¿Eh?, claro, claro
- Está usted loca, Juliana
- Me alegró el cuerpo, hijo mío, que falta le hacía, y me hizo compañía que me hacía más falta
- Y ha muerto.., ¿de qué ha muerto?
- Le clavé algo…, nada…, un cuchillo…, un cuchillo…
Juliana lo confesó al fin con rabia, sin una leve muestra de arrepentimiento. A Angulo se le heló la sangre y no movió ni un músculo. Juliana continuó:
- ¡No soy una asesina, Juanito, por Dios!. Es largo de explicar. Me dijo que me quería…, confié en él…, ya sabes, le regalé mi cuerpo…, le conté mis secretos…, le mostré mi dinero…
Angulo reculó. Era un asunto turbio, nada de su incumbencia.
- Tiene que llamar a la policía
- ¡Y un cuerno! – se exaltó, luego gimoteó – ese hijoputa quería robarme y largarse, Juanito, no lo entiendes
Le dio otro golpe de tos. Con más fuerza que antes. Esputaba en cada berrido, los ojos entraban y salían de sus cuencas, el color de la piel se le puso feo. Pronto se le pasó.
- Esto es cosa de la policía – insistió Angulo
Juliana sacó con la rapidez de un rayo otro billete de quinientos.
- Te daré mil euros más a la vuelta
- ¿A la vuelta de qué? – preguntó temblando como un azogado
El dinero hacía milagros. Juliana no era tonta.
- Que conste que sólo lo haré por mi abuela – dijo Angulo, tomando brío y agarrando el nuevo billete - ¿otros mil? – se preguntó incrédulo
- Tenemos que llevarle a la sierra. Conozco un sitio. El pozo de mi tío será un lugar perfecto para que se pudran sus huesos - rumió
A Angulo el dinero le hizo dudar. Era lógico después de la racha que llevaba, de sacarle cada mes la paga a su abuela y poco a poco los ahorros. Qué remedio. Qué sería peor que estar sentado en la oficina cazando moscas, aderezado tan sólo por los descotes y los muslos de María. Tampoco olvidaba que María aún no ha visto ni un céntimo, que si seguía sin cobrar le dejaría plantado.
- “El dinero manda” - pensó resignándose a su suerte; también intentó animarse: “Esto es el comienzo, Juan, por algo tienes que empezar”.
Juliana le condujo a su dormitorio. El cadáver estaba sobre la cama. Hedía aunque lo disimulaba el sopor el ambiente.
- Lleva dos días muerto
Estaba encogido, con los ojos muy abiertos, y un gran cuchillo de cocina clavado justo en el corazón.
- “Se lo ha clavado cuando estaba durmiendo, seguro” - supuso al ver que la víctima no tenía signos de haber podido defenderse
- Era de Chad. Saltó en patera a Motril
Juliana parecía serena, miraba al muerto sin alterarse lo más mínimo. Angulo volvió a vomitar, ésta vez sobre un ángulo de la cama.
- ¡Voy a tener que hacer sábado, hijo mío!
- Hay que abrir la ventana. Esto no hay quién lo aguante
- ¡Ni hablar!
Pensar en el dinero le dio fuerzas. Se acercó al negro. Era un tipo enclenque, mancillado por el hambre, de un negro negrísimo, le vino a la cabeza que de esos que no se fiaba ni un pelo aunque parecieran buena gente, y es que recelaba de todo pero por motivos de peso (viene de lejos) de los negros y los maricas. Pero éste estaba muerto. De los muertos no temía. Por el contrario, le dio pena que un negro viniera a España a morirse, a echarle tres polvos a una vieja mugrosa, y a morirse.
- “A lo mejor un poquito de asco. Menudo final para una vida de perros” - largó para sí una frase lapidaria.
Se dejó de chácharas. Regresó a la cruda realidad.
- ¿Cómo lo sacamos de aquí?
- Tu abuela me dijo que tienes coche
- Lleva un mes aparcado en la calle. La batería estará jodida
- Pues búscate la vida
- Bueno. Ahora vuelvo
Salió a la calle como de un ataúd y respiró a boca llena como si se le fuera a acabar el aire aunque estaba helado. “¡Menudo trabajo!, ¡Dos mil quinientos euros!”, recordaba para soportarlo, también evocando su infame periplo de detective y el año de sueldo que le dejó colgado su jefe de taller y que pensaba pagarle, eso le prometió, la misma semana que se mató con su Mercedes. El trabajo se fue al garete y no cobró porque el tío estaba endeudado hasta las cejas. Tuvo depresión, luego Juancho le animó (por su corpulencia, por su perfil de matahombres), a hacerse detective bajo cuerda; le dijo que él correría la voz (también lo hizo su abuela), que algo saldría, y éste es el resultado: “¡Dos mil quinientos euros!”, silbó. Aunque fuera un trabajo abyecto, un delito a todas luces. Se recordó que un trabajo que aún estaba por hacer, cobrado sólo en parte.
Debía pensar. Su Ford Fiesta tal vez arrancara pero ahí no iba a meter a un muerto ni muerto…, y le vino a la mente el Renault 4 de Juancho.
- No tiene por qué enterarse
Subió la calle Obispo aliviando el paso. Entró como un ladrón en su casa y vació su tesoro en la soledad de su arquilla. Pero el oído de su abuela funcionaba perfectamente.
- Juanito, ¿eres tú?
Se acercó y la besó. Estaba cegada con la tele, sólo para las noticias, luego no había quién la hiciera sentarse.
- Tengo que irme, madre
- ¿Qué quería la Juliana?
- No era para ella. Es… para un vecino
- Bueno, ala, ve, hijo
Se embutió en la tele. Angulo la miraba. Observaba su figura encogida por la edad, su ropa negra (el vestido, las medias hasta las rodillas, el pañuelo en la cabeza) que lavaba todos los domingos (se quedaba en camisón mientras la secaba en la chimenea) y volvía a ponerse, elogiaba su vitalidad enorme aunque estaba en los puros huesos, y comenzó a notar, como otras veces, que su vacío interior se llenaba de la felicidad de tenerla como madre, aunque no fuera su madre, aunque no les ataba ningún vínculo, ni lejano de sangre. Para la gente era su abuela, para él su verdadera madre. “¡Paradojas del destino!”, rememoró como en un flash que le sacó recién nacido, llorando, de un contenedor de basura cuando el camión de disponía a engancharlo, que nadie la vio ni dijo nada, que inventó dos muertos para la gente: un marido y una hija, de paso su rol de abuela.
Angulo la tocó en el hombro y se dispuso a marcharse. Ella no se giró pero él no dejó de mirarla hasta que se interpuso la hoja de la puerta.
En la calle volvió a caer en el desánimo. De todos modos entró en el “Malena” con prepotencia. No quería que Juancho lo notara.
Dos corros de niñas animaban el local, también algún voyeur solitario. Fue directo a grano. Le pidió un whisky y las llaves del coche.
- ¿Para qué?. Se lo ha llevado mi hijo. Ha ido a por Coca-cola
- Es para el trabajo. El mío no arranca
- Sólo me falta prestarte a mi mujer
- ¿La Ramona?, no, gracias – rió – Será para un rato. Cuestión de media hora
El niño tardaba y se distrajo mirado a las chavalas, pidiendo un whisky tras otro.
- Mañana te daré cien euros – calmó a Juancho
Una hora después llegó el niño. Eran casi las once.
- Ten cuidado que frena poco – le gritó Juancho cuando se iba cagando leches
- Y la dirección tiene holgura – galleó el niño
Angulo amagó una postura tras otra para meterse en el coche. Un Renault 4 era complicado para él. Tuvo que desplazar el asiento a tope. Aún así quedó encajado y le costaba moverse. Arrancó y se santiguó. El coche se mecía por las calles empedradas como una carraca. Gruñían los amortiguadores, chirriaban los neumáticos, la dirección tenía un tac tac que presagiaba lo peor. Pero el motor sonaba bien.
- Algo es algo
Las calles estaban vacías. En la Catedral tampoco vio a nadie.
- Mejor, mejor
Aparcó encima de la acera e hizo de tripas corazón para volver a meterse en el infecto agujero. Juliana tenía la cabeza asomada a la puerta. Su visión y el respirar a inmundicia de golpe le dio nauseas pero se contuvo.
- Tengo varias bolsas grandes. Si alguien nos ve diré que has venido a visitarme y que me ayudas a sacar la basura
- Págueme lo que falta y así no tendré que volver – se le ocurrió decirle al notarla animosa
- ¡Ah, no!. No soy tonta, Juanito. Tu acaba y yo te pago – rechifló
Se puso a la faena. El negro estaba encogido y no le costó trabajo embutirlo en el plástico. Quería dejarle el cuchillo pero Juliana insistió.
- Joder, Juanito, es del ajuar. Yo no soy capaz
Vomitó dos o tres veces dejándolo todo perdido. Pesaba. A pesar de su fuerza tuvo que llevarle a rastras. Juliana se despatarró para ayudarle y empezó a toser como una tísica. Angulo esperó a que se le pasara y le dijo que fuera delante para avisarle si había alguien. Se escurrió por las sombras. Puso oído. No había nadie. Tampoco en la calle. Angulo le arrastró a tirones. Al llegar a la escalera se enganchó con la baranda y rajó las bolsas. El negro quedó tirado en medio del pasillo. Tuvo un instante de pánico, más de ver la cara descompuesta de Juliana. Entonces no lo pensó, lo abrazó como a un bebé y salió pitando al coche. Juliana no sabía abrir el maletero. Él tampoco atinaba con el negro en brazos. Entre otras razones porque estaba cerrado con llave. Maldijo a algún conocido. Dejó al negro en el suelo y la buscó en los bolsillos. Temblaba. Era un milagro que atinara a meter la llave en la cerradura. Pero lo hizo. Cogió al negro al tiempo que un coche enfilaba la calle. Los faros le deslumbraron. Entonces bajó los brazos creyéndose perdido y el negro cayó al suelo y rodó calle abajo. Juliana logró frenarle. Pero el coche pasó y no se detuvo. Vivieron unos segundos de silencio donde miraron en todas direcciones sin mover un músculo. No había nadie en la calle, ni en las ventanas, ni en los balcones. Reaccionaron. Angulo volvió a cogerle y con toda la rapidez que le permitía el temblor que le atenaza lo soltó como un bulto en el maletero. Misión cumplida. Aunque la cerradura no cerraba y sudó al oprimirla. Algo crujió en el interior. Y una mano asomaba en el cristal. Se quitó el gabán y por una puerta lateral la cubrió. Respiró. Juliana también. Lo peor está hecho.
- No tardaré en volver
- ¡Ah, no!. No creerás que voy a fiarme de ti. Serías capaz de tirarlo en una cuneta. Quiero que tenga un entierro digno
- ¿En el pozo de su tío?
- Siempre ha estado seco, no te preocupes
- No, si preocupado por él no estoy
- Pues sube al coche de una vez y haz tu trabajo
Juliana se escurrió al interior con soltura. A Angulo volvió a costarle.
- ¿Conoces el lugar?
- Sí. Fui una vez
Arrancó. Tanteó los frenos al descender la cuesta. Respondían. No había problema. El problema surgía cuando llaneaba o había una ligera pendiente. Entonces pisaba a tope el acelerador y el Renault 4 circulaba al límite de sus fuerzas. Y no habían comenzado los desniveles para ascender a la sierra. Angulo cambiaba continuamente de velocidad para darle brío. Pronto se alejaron de la ciudad y les envolvió la noche. Asomaron los primeros chales, una urbanización hacinada en una ladera.
- Ya sé cuando fuiste – recordó Juliana – Después de morir mi tío heredé la finca y fuimos a conocerla. Pero tú eras muy niño.., ¿aún te acuerdas?
- Más o menos
- Me llevé un chasco. Cincuenta cantacucos en un pedregal, una casucha hundida y un pozo seco. No he ido desde entonces
Angulo abrió la ventanilla. El hedor a difunto y el batiburrillo de Juliana comenzaba a incitarle a la vomitera. El whisky se agitaba en su estómago. No pudo evitarlo. Abrió la boca y procuró manchar a Juliana, de ningún modo al coche. Ella que estrenaba mandil intentó hacer de él una balsa. Pero Angulo seguía y no controlaba la dirección al no poder apartar la vista de la carretera. Al fin mermó y cuando las lágrimas dejaron de anegar sus ojos se dio cuenta del desastre. El interior del coche estaba pringado por todas partes salvo el perfil de Juliana. Maldijo todo lo inimaginable porque tendría que lavarlo.
- ¡Puerca miseria!
- ¡Sí, puerca, puerca, puerca, hijo mío! – gritó Juliana, luego calló, y empezó a toser
Juliana tenía estómago pero ya no se trataba sólo de tener estómago. Tosía, puede que por lo suyo, puede que porque el vómito le dio un asco de muerte, puede que porque el hedor de su amado Alí se había hecho dueño de la ridícula atmósfera del coche y le era insoportable. Lo cierto es que tosía, tosía como Angulo no la había oído antes, expectorando nuevos elementos a la lid, esputos amarillo verdosos que ametrallaban los cristales y provocaban que Angulo siguiera vomitando y dejara su estómago limpio como una patena.
Era un caos. Juliana tosía y tosía. Angulo maldecía y maldecía los infiernos.
Al tiempo el coche coronó en primera velocidad una pendiente muy empinada. En el cambio de rasante tenían que desviarse a la izquierda. Juliana gesticuló para avisarle porque la tos no remitía. Angulo estaba medio cegado por las lágrimas, por la rabia y se aceleró. Dio un volantazo al tuntún, sin importarle que todo se fuera al traste, con la inmensa suerte de que no venía nadie de frente y la entrada al carril era muy amplia.
No podía creerlo. El coche había enfilado el carril. Frenó. Y se bajó como pudo.
Hacía un frío de perros pero era aire, aire al fin y al cabo. Se puso ciego de aire e invitó a Juliana a bajarse. Juliana estaba callada, no tosía y no le contestó. “Que se joda”, pensó. Tenía que recuperarse. Esto no había acabado. Había sido un infierno pero aún le quedaban doscientos metros, un negro muerto y un pozo seco, además de bregar con una vieja chiflada.
Casi sin ganas miró la noche estrellada, la capital a sus pies como una burda copia (mención aparte la Catedral de sus amores), con recelo el carril sesgado por la oscuridad a pocos metros.
Se sintió muy pequeño y miserable. “Una victima”, rectificó para intentar justificar ésta tropelía injustificable. Volvió a decirse que no lo habría hecho si no le amenazara la indigencia, si tuviera un trabajo digno…, si no amara a María…,
- “¡María, María!, enamorarse es muy caro…, la boda…, los hijos!. Sí creo que lo hago por ella!.
Quería seguir pensando en María. Pero el runruneo del motor no le dejaba. Le conminaba a acabar el trabajo. Siguió respirando con ansia. Y sin demasiada convicción se fue acercando al coche. Mirándolo sólo de reojo. También a Juliana. Juliana no se movía. Le parecía raro.
- “A lo mejor está muerta”, murmuró tiritando
No. La vio moverse.
- “A lo mejor se ha dormido”, rectificó para tranquilizarse, y se contó un chiste: “Es una cerda, está en su ambiente, no me extrañaría”.
Las luces de un coche parpadeaban a lo lejos. No era un buen lugar para estar parados. Podría ser la policía. No quería ni pensar que pudiera ser la policía. Se metió en el coche todo lo rápido que pudo. Sin pensar. Le había cogido la medida. Pero no al olor. Vomitó. Pero no arrojó nada. El estómago estaba vacío. Miró a Juliana y al tiempo por el retrovisor. El resplandor de las luces del coche se acercaba. Giró la llave. El coche estaba arrancado y le dio dentera. Metió primera y Juliana se volcó sobre él. La codeó y cayó de cabeza al salpicadero. Los brazos le colgaban. Tuvo un instante de pánico. Los pies le temblaban. Caló el motor. Volvió a arrancarlo. Las luces del coche les iluminaron de lleno. Circulaba por una recta y estaban en su punto de mira. Fue un instante de sofoco. El coche pasó. Pero otras luces se acercaban. Tenían que salir de allí cuanto antes.
El coche salió a trompicones por el carril bacheado y, en los saltos, Juliana se movía como un títere. Uno de sus brazos se introdujo en el aro del volante. Angulo gritó como un oso y frenó. Estaban lejos de la carretera, a salvo, mediado el carril a la finca. Sopló. Sopló y resopló. La prioridad ahora era enterarse qué demonios estaba ocurriendo. Juliana tenía mala pinta. Él no querría ni mirarse. Tanteó buscando por el techo el interruptor de la luz. La luz del interior no funcionaba. Luz que no necesitaba para saber que Juliana estaba muerta. Muerta y bien muerta.
- ¡Jodida chalada! – bramó - ¡Puerca miseria!
Debía recapacitar. Estaba solo, sin testigos, sin prisa. Ahora sí podía pensar.
Desgranó el tema: el tema no había por donde cogerlo. Sopesó las opciones: no había opciones. Su mente sólo iluminaba en la oscuridad un pozo seco a cien metros. Un pozo al que tiró piedras de niño. Estrecho y no muy profundo. De seis a siete metros.
Su conciencia dio su opinión: Debería tirar al negro al pozo y llevar a Juliana a su casa. Ha sido una muerte natural. Nadie sospecharía nada. El problema será llegar hasta allí. Podrían verle. Sospecharían de él si le vieran. Podrían culparle de asesinato…
El sentido común se opuso: Daba igual que los vecinos la echaran de menos. Daba igual que la policía la buscara. Daba igual que algún día fondearan el pozo. Él estaría lejos de toda sospecha. ¿Quién podría involucrarle?. Juliana no tenía familia, no tenía amigos, no tenía a nadie. Sólo el aprecio de su abuela que llevaba años sin verla, el aprecio lejano, muy lejano, de un niño coaccionado por las chocolatinas y las pesetillas. Archivarían el caso a los pocos días. De eso estaba seguro.
Se decidió. Se puso en marcha agarrando el volante con una mano y sujetando a Juliana con la otra. Pronto las luces del Renault iluminaron la casa derruida (un pequeño cuchitril de piedra), los primeros acebuches (el resto recordaba que caían por una pendiente imposible de labrar), también el pozo, a la derecha, con el brocal desportillado, casi a ras del terreno.
Angulo apagó las luces, el motor, abrió las puertas para ventilar, estuvo unos minutos sin moverse. Lo tenía fácil. Pero no era fácil. Imaginó que se bajaba, que cogía al negro como a un balón, que lo arrojaba con puntería desde los 6,25 al cesto, que cogía con la punta de los dedos de una mano a la pringada Juliana mientras se pinzaba la nariz con la otra y la tiraba al fondo del pozo sin ningún reparo como quién suelta un pañuelo dando la salida a una carrera de barrio. Luego que palmeaba sus manos. Luego que se subía a un coche nuevo, a estrenar, fruto de la jugosa recompensa.
Despabiló. Sacudió la cabeza como un chucho recién bañado. Y tiritó, también de frío.
- ¡Joder!
Comprobó el pulso de Juliana, por si acaso. Si echaba vaho, si por halo del destino sólo tuviera algo que la hubiera dejado transpuesta.
- ¡Joder, joder y joder!
Se bajó. Dio una vuelta sobre sí mismo auscultando la oscuridad. Por aquellos parajes no resollaba ni un alma. Las luces de la ciudad eran su hilo umbilical con la vida. Un lugar al que debía volver cuanto antes. A su trabajo, a su abuela, al amor de María.
- ¡María, María! – gritó con brío acariciando y besando a su imagen materializada en sus brazos. Se desvaneció de golpe y masculló – Debo irme de aquí. Voy a volverme loco
Con ímpetu se acercó al maletero. Agarró la manivela y fue a girarla para subir la puerta cuando percibió que estaba abierta. Subió la puerta y allí no había nadie. Nadie. Gritó. Dio dos vueltas sobre sí mismo. No podía creerlo. La luz tenue iluminaba un maletero vacío. Su gabán colgaba del asiento. Tenía frío y se lo puso mientras arrojaba por su boca una perrería tras otra. Se giró al camino. Su mirada acuchilló la oscuridad y no percibió nada.
- ¡Puerca miseria!
Creyó que debió caerse con el traqueteo del camino, esperaba que no en medio de la carretera. ¿Qué hacer?. Juliana estaba muerta en el asiento delantero. Debía deshacerse de ella y luego buscar al negro. El frío o el miedo, o ambas cosas, habían petrificado sus huesos y presionaban su garganta. Estaba bloqueado, se movía como un autómata. Como programado para hacer lo iba a hacer. Se dirigió a Juliana. Abrió la puerta. Estaba regada de porquería. Al sacarla goteaba. La agarró por la espalda, de la ropa, para no rozarla y la izó evitando que sus miembros, como colgajos, arrastrasen. Pesaba a pesar de su extrema delgadez. Y olía a rayos. Deseaba soltarla y acabar de una vez con ésta pesadilla. Se acercó al brocal. A pasitos cortos. Sus pies tropezaron con la pared de piedra. Juliana ondeaba en el abismo. Sólo le quedaba aflojar sus dedos. Pero no pudo. Recibió una orden. Una voz interior que se impuso al ejército de grillos que pululaba en su cabeza. Entonces se giró como una grúa y la soltó. No era capaz, se gritaba. No era capaz de hacerlo y no se sentía mal por ello. Al contrario, renacía algo en él que le agradaba. Frunció el ceño, presionó sus músculos para reventar el hielo que le había petrificado como a una estatua sin alma. Se sintió mucho mejor. Volvió a coger a Juliana y la acercó a un acebuche. La sentó apoyada en su tronco enclenque, sujetó su cabeza y sus brazos con las ramas. Se alejó unos pasos. No parecía estar muerta sino dormida.
- Quién la encuentre que piense lo que quiera - se dijo - su muerte ha sido natural, no tiene signos de violencia
Redactó el supuesto informe policial:
- Seguro que le habrá dado un arranque de locura, habrá subido a pie desde su casa hasta aquí porque añoraba la finca, la pobre no ha podido resistir el esfuerzo
Eso le tranquilizó. No del todo porque donde encajaba el negro y su cuchillada en el corazón. Debía quitarlo del camino y tirarlo al pozo. A éste sí y sabía el porqué, voceó su vena racista. Se giró varias veces a Juliana antes de subir al coche. La iluminaban las luces y la miró durante un rato. Se despidió al fin, quizá con cariño.
Maniobró. El interior olía a leonera. Corrió las ventanillas. Enfiló el carril y su corazón redoblaba. Volver a coger al negro le daba repelús, un asco de muerte. Además de percibir el riesgo. Éste había sido asesinado. Él sería su asesino si le vieran. Debía ser rápido, tirarlo al pozo, dejarse de jilipolleces.
Desgranó el carril y sus orillas con lentitud. Se acercó a la carretera. No había nada. Del negro ni rastro. Empezó a pensar que pudo haberse caído en la carretera, quizá por las callejuelas de la ciudad. Sonrió. Le gustó la idea. Daba igual el lugar. Alguien le encontrará. La policía confirmará su asesinato. ¿Quién será?, se preguntarán. No tiene documentación. Les será imposible identificarlo. ¿Posible motivo?, ajuste de cuentas. Se alegró por él. Al menos tendría un entierro digno.
Angulo estaba frente a la carretera. Respiró con hondura sin importarle el qué. De uno u otro modo había acabado el trabajo. Su primer trabajo. Y había salido airoso. Era mucho visto lo visto. Pero debería olvidarlo, y no contárselo a nadie, consolarse con el dinero.
- ¡Dios, el dinero! – rugió - ¡Los mil euros, mis mil euros, son míos, me los he ganado!
Codeó con genio la chapa del coche. No veía derecho después de lo que había pasado. Él era un hombre de ley, de palabra. Las palabras dadas había que cumplirlas.
- ¡¡Los mil euros son míos, míos, me los he ganado!! – vociferó a la noche
Estuvo un instante callado.
- “La llave” - caviló
Bailó al pensarlo. Necesitaba la llave del piso de Juliana. Debía tenerla en el mandil. Sabía donde escondía la caja. Una caja atascada de billetes.
- “Sólo cogeré lo mío, que conste” – advirtió a su humilde avaricia
Maniobró otra vez para dar la vuelta. Con esperanzada resignación. Ya conocía el bacheado del carril. Por eso condujo con más sapiencia. Las luces volvieron a desvelar la casa derruida, al acebuche donde sentó a Juliana. Pero la noche no estaba para alegrías. Se llevó un sobresalto. Juliana no estaba sentada en el acebuche. Supuso que estaría en el de al lado. Giró el coche a derecha e izquierda enfocando toda la hilera.
- ¡¡¡Joder!!!
Percibió una sombra negrísima a su derecha. Era una figura arrodillada junto al brocal del pozo, una figura que se santiguaba una y otra vez, que giró hacia él su rostro cadavérico.
- “¡Es ella!, Dios, no es posible!”
Un escalofrío recorrió su cuerpo dejándole los pelos tiesos. Tembló con estrépito. Una fuente de calor de origen desconocido irradió su cabeza haciéndole sudar al tiempo como un cerdo. Presagiaba el colapso. Más cuando la vio acercarse con sus brazos caídos y sus palmas abiertas, su vestido percudido, con gesto lastimoso, con la mirada perdida, como pidiéndole cuentas. Era el fin. Cerró los ojos.
- ¿Dónde estabas, hijo mío?
- ¿Qué?
- Pobrecito. Pobre Alí…, le llevaré siempre en mi corazón…, me gustaría traerle flores ….¿Vendrás a traerme de vez en cuando, Juanito?..., te pagaré, claro
Alonso reacciona. No es un fantasma. Es ella, ella, sí, ella.
- “¡Uf, de nuevo!”- la huele al acercarse
Pero el negocio impera. Y el negocio es el negocio.
- Me debe mil euros
- Ya, ya
Juliana subió al coche, se acercó a Angulo y le besó. Recostó la cabeza en su pecho con ternura. Después se reclinó en su asiento y se arregló algo la ropa, se aplastó el pelo. Angulo no se movía y ella le suplicó:
- Vamos a casa, Juanito, hijo mío, que tengo el frío de la muerte
(de "En cierto sentido", 2008)
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