Cuando inicié mi andadura en este blog, no hace mucho, por junio, decidí que no hablaría de política. No por miedo a alguna represalia (siempre habrá alguien que se sienta ofendido) sino simplemente porque es un oficio que no me interesa. Ya me ocurrió en la mili; una pirámide de mandos en el cuartel in crescendo donde opinar sobre alguno de ellos o no hacer lo militarmente correcto te llevaba a un juicio sumarísimo y a acatar lo decidido sin rechistar.
La vida normal (quiero decir de la calle) es otra cosa, y ya no me refiero a la vía legal donde la razón casi siempre triunfa, sino que en ella los temas a dilucidar son persona a persona y sin ampararse en las puñeteras influencias que pueda tener un cargo. Yo a ti, y tú a mí, nos decimos las verdades a la cara, dejamos de hablarnos, y uno menos a la colección de conocidos o amigos. Y ya está. Pues no. Los políticos, y ante una afrenta no se conformarían con la pelea oral o escrita sino que luego porfiarían en borrar tu nombre hasta del libro de familia por ese ahora te vas a enterar de quién soy yo. Una persona normal, de a pie, que no le apetezca tan desigual tú a tú, y en un terreno que tampoco es su lugar de esparcimiento, prefiere ignorarlos (relativamente, claro).
La democracia acoge a demasiados políticos gallitos o antidemocratas y su mal entendida influencia a demasiadas personas infelices.
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