Tenemos
los labios apretados, y nada nos
delata. Seguimos en el quicio de la
constancia
con los relojes de arena sin conocer los
domingos,
creciendo como árboles de mar,
intactos, pisando vacíos de la
memoria, con los
días laborables muy viejos, sin rumores de
eternidad.
Así,
el abismo y la huella son huecos que besa
o hunde a la vida, palabras
que persiguen a las
respuestas que solo tienen quietud y laberinto,
como cosas que ya no pertenecen.
El
hombre que silba no tiene nombre de tanto
pisar la luz, tan verde de
los parques, tan
rostro de la calle y las esquinas, con tendencia
a
la nostalgia pero más hecho a mecerse en el
viento o a hundirse en
la maleta del río.
La
juventud lleva consigo sus raíces, y los
demás, a pesar de todo,
seguimos cubriendo
los espacios que sobreviven, aunque a las
miradas
les hayan robado el aliento y se
imponga la rama a que agarrarse.
Tan
frágil levedad son los límites que traza el
mundo para quienes ya
lo cerca queda lejos.
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