El
pasado guardaba nuestras cosas
en
un corazón bajo siete llaves
a
salvo de las lunas y las rosas.
La
vida ya quemó todas sus naves
quedando
indiferente al otro lado
su
luz tenue en instantes siempre claves.
Poco
a la eternidad muy bien parado
si
te fuiste quedando en mis espejos
para
ver más fugaz mi sueño alado.
Ciegas
fueron quedando en los reflejos
las
sangres por las puertas que les cierra
nuestra
voz imprecisa desde lejos,
si
el silencio en penumbra las soterra
y
quedan con los gestos a su suerte
como
extrañas dispuestas a la guerra.
No
quedaron mañanas tras la muerte,
lagrimas
más allá de la agonía,
ni
ecos por los abismos de quererte.
¿Qué
no escuchó la voz que nos decía:
bebed
a vuestro frío con ternura?
¿Qué
hambre nos escondió lo que sentía?
Tuvo
que recorrer el alma oscura
para
frenar en blanco su declive
la
razón, rebelando a la cordura,
e
ir desnudando al niño que nos vive,
ajeno
a tanto gris de nuestra historia,
tan
solo al horizonte azul proclive.
Tuvo
que arder al fin en la memoria
el
ínfimo universo entretejido
a
toda discrepancia exculpatoria,
si
en su gloria primaba lo reñido
y
sacar el primero la cabeza
añadiendo
otra cruz para el olvido.
En
la llama resiste la tibieza,
mas
hay un aire nuevo a su cuidado
como
muestra de henchida fortaleza
brillando
sin rencor en lo pasado.