No tenían infancia
ni sol bajo el brazo,
dejaban soplar
sin abrir la boca.
En su origen el mismo poema,
la misma falta de nacer,
el mismo sentir de humo
y pedacitos de mover
piedras.
No había sangre en su beso
cálido, ni una palabra rara
que dejar escrita. Se daban
a ciegas, tras el efímero
florecer
del deber cumplido, amor
a primera vista por la
celeridad
del despistado, y con la
precisa
tendencia, descalzando,
apenas,
la intimidad, sin colores
ni desvelo. Tal vez
por la arena, la fuente
sombría,
el silencio del agua, tal
vez
fruto de la evidencia, la
que
desentraña la distancia,
la lluvia de tenerse por
costumbre,
tal vez por la carne rota,
porque
nunca llegó a hondo
escalofrío,
ni a cómplice de ser el
mar.
Y expira, y en el instante
azul
que nace luna, que viste
de estrellas la pared
blanca,
cuando ahonda sin edad
en las fechas de otro
nombre,
y de las raíces intactas
brotan
instantes en flor, el placer
profundo
de hacer suya la mejor de
las cosas.
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