(Imagen de la red)
Había sido una noche
mágica.
Nunca creyó que un sueño
de sus dieciocho podría hacerse en lo eterno realidad. Margarita
siempre estuvo ante sus ojos. Jugó con ella de pequeña. Vio crecer
su cuerpo, su pecho, sus piernas de alambre cada vez más vigorosas,
la besaba siempre en las mejillas, como amigos, a centímetros de sus
labios, pero se alejó de su vida, cambió de ciudad y jamás volvió
a verla, aunque siguió presente hasta en sus sueños más ancianos.
Y esta noche se levantó
como tantas noches, paseaba saludando a los de siempre: Tomás,
Felipe, su tía María, a un niño recién llegado, saludos tibios
sin nada ya que contarse, ni con el niño al que no le salía la voz.
Y la vio sentada en el
mármol. Siempre fue muy callada, necesitando un rato de impás para
lanzarse a hablar ya imparable, como una cotorra, de todo y
atropellado, si un hilo fijo, pero encantadora, con una voz dulce que
invitaba a soñar.
Y no había cambiado.
Lucía veinticuatro,
calcula. Él se había decantado por sus cincuenta, la mejor etapa de
su vida, donde curiosamente tuvo más futuro que pasado. Ella hermosa
a reventar, con el canalillo siempre a la vista y la falda al filo de
sus bragas. Sentada en el frío mármol era toda desnudez, toda ojos
y amargura.
Le reconoció al instante
y se fundieron en el aire de un abrazo.
Se sentó con ella y le
miraba sin decir una palabra, pero con la sonrisa de aquella
chiquilla que era toda oídos y espera. Él le habló por sus
avatares de media vida hasta que ella estalló:
¡Ay, Juanito, que ni
aquí me dejas
Y siguió, siguió
hablando hasta regalarle toda una noche de inagotable luz, un inicio
de eterna esperanza. No se había casado, estaba sola y quiso volver
para descansar en su tierra. Y aquí estaba él, olvidando sus
lazos, para calmar su soledad.
Ella le dio las gracias
cuando el sol ya apuntaba su primer destello, y le pidió que la
besara, como siempre lo hacían, pero esta vez buscó sus labios. No
se resistió, y él se meció en ellos hasta que ella calló hacia
atrás con un sensual hasta mañana.
Se quedó un rato anclado
a la idiotez, repasando imagenes de la adolescencia, hasta aquel día
aciago en que la perdió de vista. Y vagó ebrio de su voz, sumergido
en sus labios. Y vagó, vagó, voló, ondeó por el aire sin adonde,
hasta abrazarse al tronco de un olivo. Entonces reaccionó. El sol
estaba ya alto, y el trasiego ronroneaba por todas partes. Nunca
había ido tan lejos. Intentó situarse, el cementerio estaba al otro
lado de la ciudad, esperaría a que cayera la noche para ir a buscar
entre un mar de nombres donde estaba su tumba.