Tras
mil días de piedra
centellea
la voz de los espejos
y
el amor es cómplice
de
su infinito fondo de mar
y
los ojos más solos.
Nos
rozan nuevos rincones
a
distancia íntima,
con
los labios vacíos y latidos
en
sus vaivenes. Hay
momentos
con el nombre limpio de las cosas:
Apretarnos
la cara, y regalarnos
un
velo de color a tu belleza
y
surcos
donde
arañar notas que me lleven siempre
a
tu recuerdo.
La
luz derrama algunos huesos
cuando
se siente cierta la aventura
y
nada niega
que
rondamos un silencio construido
por
seísmos y certezas.
Aires
nuevos para tus ojos
y
paseos por la piel y el pie descalzo,
como
testigo casual,
fueron
lazos al rol de lo imprevisto.
Luego,
de nuevo,
el
mundo en la mirada,
unas
manos que sellan ternura,
los
labios transparentes
y
su abrazo mudo,
a
la orilla de un café
con
el infinito como único pretexto
que
responde a los impulsos.
De
nuevo,
la
palabra quieta
y
la sangre en rebeldía;
entre
el crujir de los bosques tapiados
que
no ceden,
latiendo,
si
no desnuda la sed
el
deseo de ser naufragio.
Apenas,
aún,
instantes
de sol,
cuerpos
de cielo prematuro.
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