PREÁMBULO
El
constructor
que
no escucha el corazón
de
una obra
debería
trabajar otro corazón.
Quién
construye
esculpe
cuerpos a la nada,
dibuja
rostros al viento,
divide
en noches a la luz,
creando
vida donde nadie,
legándole
su sangre,
si
le pone corazón.
Quién
construye da sentido
a
la piedra,
graba
en ella su nombre,
y
ha de tratarla como algo más
que
un breve tiempo que
dé
de comer a sus manos.
(1)
Ladrillo
a ladrillo
dejamos
a su adentro
respirando
a la intemperie.
Erguida
y desnuda,
con
su piel bajo teja,
espera
sueños que la abriguen.
Le
late la necesidad
de
ser vista en toda su inocencia,
e
ir escuchando poemas
que
cubran su alma.
Su
noche espera que mis manos
besen
su rostro de cada día.
(2)
Meter
a la luz, el agua,
en
vena
es
tarea de cirujano.
Toca
operar, y la rozadora
abre
surcos en todas direcciones,
metros
y metros que coser con yeso
a
cada corazón. La batalla
que
en macizo se endurece
en
el hueco se respira
-saltan
chispas a la carga-,
hasta
ver a tierra
toda
senda derramada.
Cae
la tarde y queda en su plano
el
desastre, cada pared
sana
en su idea de ser.
Por
ahora el trabajo
vive
su vida escondida.
(3)
Cuando
el último enser
subterráneo
capitula
y
comienza el ladrillo a desvairse
en
la obra relampaguea
el
ademán de rosa.
Se
repiten, en su cielo irrepetible,
los
rostros que despliegan nuestras manos:
paisajes
de blancura y,
en
la porcelana uniforme
cierto
capricho de juventud.
Cada
imagen deshace en sí
el
fondo de plata
y
se erige protagonista
de
sus ojos mudos.
Toques
de hada
creando
castillos del aire
al
oficio de la luz,
toda
una letanía
enharinada
de belleza
y
con la estructura a tientas.
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