(Imagen de la red)
“De
niño, como la luz de una estrella, donde lo tuve todo, con ella
viva...”
Descansar
de mí mismo es lo que me sostiene..., y he vuelto a través de la
muerte a entender mi culpa como si fuese un milagro.
CAPÍTULO
1.- Más de cuarenta años son
muchos para la plaza de una ciudad donde no hay costumbre de preservar la historia.
muchos para la plaza de una ciudad donde no hay costumbre de preservar la historia.
En
esta plaza se han cambiado el agua y los arbolillos por un plano
infinito de granito y algunos toldos, como si el futuro debiera ser
desierto y la sombra de colores.
Demasiados
años para El castillo y para tantas cosas que no verán la luz de
este 10 de julio de 2018. La iglesia, muy deteriorada pero incólume,
el ayuntamiento quizá, son lo único que reconoce la espiral de mis
ojos.
Y
ahora estoy frente al rótulo del bar Mi casa, taberna donde recogía
a mi padre y a empujones me lo llevaba a casa, a veces con la ayuda
de Salva o Antonio.
Hoy
es un bar coqueto, nada parecido. Son las once y aprieta el calor. El
termómetro habrá saltado los cuarenta, bastante más de cuarenta,
tantos como los cuarenta y seis años que llevo sin venir aquí.
Me
bajé del autobús y, en mi recorrido hasta esta plaza, no he
reconocido a nadie, ni a mí me reconoce nadie, ni siquiera aquellos
con los que haya tenido más firme trato, si no les digo quién soy.
Mi familia se reduce a mis primos, no tuve hermanos, cuando me fui de
aquí, a mis veintiuno, ya estaba solo en este mundo. Solo la tenía
a ella. A ella, que tampoco está.
CAPÍTULO
2.- El bar Mi casa ha perdido el rito de la sangre y el crujir de
cáscaras de avellanas, todo sello de culto y, a través de lo
normal, sin encanto, se confunde con su propia sombra. Sin embargo
ocupa el mismo espacio, el mismo deseo de persistente muerte idílica.
- Dígame
- Póngame una Alcázar – digo a un joven enjuto, de barba migratoria
- Esa marca ya no existe, cayó como todo lo bueno. Tengo Mahou, San Miguel...
- Pues sí, cayó como este lugar - digo sin pensar
- ¿Cómo?
- No, nada. Una San Miguel, una botella
- ¿Tapa?- me dice sin dejarme respirar
- Avellanas. Como antes
El
joven me mira a fondo. Tiene tablas y, en silencio, pide alguna
respuesta a mis memeces.
- Avellanas fue la última tapa de mi última vez, hace cuarenta y seis años
- Yo no había nacido. Se las pondría mi padre, mi tío, o mi abuelo. ¿Es usted de aquí?
- Sí, nací aquí
- Entonces le conocerá mi padre, está en la cocina
Antonio
sale con un trapo en las manos y el mismo ardor quieto, con la
seriedad de los impredecibles paredones, a veces difícil, a veces
imposible, pero siempre muy ajeno.
No
me reconoció. Luzco barba, y la piel de aquellos veintiuno me acoge
al menos por triplicado.
- Hola Antonio – le digo sin mover un párpado
- Hola. No sé quién es. No caigo
- Soy José...Escribano...El porretas
- ¿El porretas?, ¿ese que se fue?
Saltada
la sorpresa noto que cierra el rostro. Me mira unos segundos, se echa
el trapo de cocina al hombro y se pierde tras la puerta giratoria.
La
San Miguel es incapaz de pasar por mi nudo en el estómago. Pago y me
marcho, vaciando antes la tapa de avellanas en el bolsillo.
CAPÍTULO
3.- Son las once y cuarto y el calor no tiene muchos testigos.
Acuchilla y donde falta el aire.
Enfilo
las escalericas de Nuestro Padre Jesús y otra sorpresa del día.
Sonrío. No será la única, me temo. En una fachada reconozco el
escudo del derruido Castillo, de los Ponce de León.
- “¡Qué desastre! - murmuro - ¡Bailén, Bailén!, ¿de qué me sorprendo?”
Ando
consciente de la realidad, con la mente a la escucha, pero sin
embargo camino cincuenta años antes por “el tontódromo” , como
escuché de alguien que llamaban a este breve recorrido entre El
paseo y la confitería de Rusillo donde la misión era dar vueltas y
vueltas saludando mil veces, intentando cortejar entre una hilera de
amigas a la niña de nuestros sueños.
Allí
me acerqué a ella, tenía diecisiete, yo ya en los veinte, con la
risa tonta y los nervios en las orejas, rojas como un tomate. Y
recuerdo cuatro palabras sueltas por encima de dos o tres cabezas y
alguna vuelta a su lado sin mediar una palabra.
Pero
el breve trayecto era un inmenso escaparate, y no volví a verla por
allí.
Lo
que trató de evitar un inicio paulatino e inocente derivó a una
relación tormentosa, y a un final que marcó el resto de mi
existencia. Ya estaba marcado, era hijo de el Porretas, el borracho
del pueblo, la deshonra de cualquier familia a cualquier nivel. Yo
podía seguir sus pasos, lo que se vive se suele seguir, pero no, he
respetado al bebedor y el alcohol jamás me ha tenido entre sus
garras.
CAPÍTULO
4.- Sin duda, volver la mirada vivifica a la fe irrecobrable, y más
derrotan todos sus reflejos.
Me
siento, y todo el peso de mis años, en una cafetería que hace
esquina en la calle Real, más que nada por ver pasar a la gente.
Pido una cerveza. Aquí bajan unos grados la temperatura un cielo de
toldos. Es la calle principal y hay algo más de afluencia. Me fijo
sobretodo en las personas de mi edad, y alguna desnudo pero no le
pongo nombre ni rostro.
Con
la gente de fondo, escucho el rumor de los recuerdos, su a solas
descuidado y florecer imprevisto, alguno que alivia por inconcreto.
Y
de pronto la casualidad, el repullo, la sangre hecha agua.
- ¡Eh, Porretas! - gritan a mi espalda
Me
levanto para girarme con persistente escalofrío. Enciendo la memoria
a la voz, a un rostro flotante, húmedo, de aire asequible y a la
escucha.
- ¡Te podría estar esperando, cabrón!
En
la mesa de al lado alguien responde:
- ¡No te dije aquí, so méndigo?
¡Vaya!
Un Porretas. Será un primo mío. Me cambio de silla y les miro
hablar con ese deje y asalto a la lengua que ya no cultivo.
CAPÍTULO
5.- He de buscar alojamiento y un lugar para comer. Pregunto y
coinciden varios e indicarme un Motel que hay al lado de la
carretera. No está demasiado lejos. Ésta es una ciudad pequeña y
las distancias son relativamente cortas, pero en mi debe está mi
peso y la maldita enfermedad que relampaguea honda ante un esfuerzo
continuado.
Voy
a paso lento, y como en un espejo miro a este ser extraño, sin
futuro, un hombre inaccesible, solitario, teñido de vieja ternura y
algún signo de agua, un hombre deambulando siempre por la primavera
del tiempo, ante su juventud encendida, por los trazos torcidos de su
madurez, toda una vida espectral, enriscada en su mente, incorpórea,
por innecesaria. Y que está aquí sin saber a qué ni preguntar
donde, ni qué pasó tras lo que ocurrió aquella noche, si algo le
inculpa, arrastrando esa huella impresa en todos los rincones de su
memoria, de cada uno de los segundos a que le obligó a vivir su
inhumana turbulencia.
- José Escribano Méndez – corroboro el nombre del DNI sobre el mostrador de la recepción del Motel que está intentando leer un hombre mayor de aspecto aterido, inconsistente
- ¡El Porretas! - exclama dirigiéndome los ojos como monedas de un euro
- ¿Me conoce?
- No, la verdad que no. pero me quedo con los nombres, mas si se parecen al mío – y me extiende la mano – soy tu primo Ignacio, el de la Paca
- ¡Vaya, mejor un abrazo!, ¿no?
Sale
de su caja y nos abrazamos con fuerza.
- Yo tampoco reconozco tu cara, primo – le digo mirando bien sus rasgos – la verdad es que casi no recuerdo a nadie, y contigo el trato no fue excesivo. Eres menor, cinco años al menos...
- Sesenta y dos hago en agosto
- Y yo sesenta y nueve
- Bueno, cuéntame, antes hablábamos en casa algo de ti, de aquel jovencillo que desapareció como si se lo hubiese tragado la tierra. Y nada, ni señales en tanto tiempo – me mira de arriba a abajo- La verdad es que estás mejorable
- Ya, no tengo ganas ni de verme
- ¿Y eso?
- Me muero, primo, me han dado, no sé, cuatro días locos. He vivido en Teruel todos estos años, solo, no me he casado, cuando muera pocos van a llorarme
- ¡Vaya! Cuanto lo siento. A ver, no hemos tenido relación, pero eres de mi sangre. Si algo necesitas, dímelo
- Gracias Ignacio
- Y has vuelto...
- Pues sí. He venido a morirme, pero más a morir en paz. A lavar un poco mi conciencia, aunque ya no se pueda. Ya sabes, seguro que lo sabes...Mariana...
- ¡Vaya!, Mariana, la pobre, murió, hace años..., algo tuviste tú con ella, nada bueno
- Y bien que lo he pagado – murmuro cerrando los ojos – bien, primo, que lo he pagado
- Pues no sé el porqué. Por tonto quizá. Ella te quiso, me consta. Aquello lo viví de cerca, con tristeza. Te fuiste sin más y yo creo que murió de pena
Mi
mente salta imágenes de días, años, de toda una vida hasta aquella
noche de aquel Viernes Santo, tras haber hecho el amor por primera
vez, en el garaje de su casa, luego el golpe fortuito, y su sangre,
su muerte..., mi huida, mi permanente huida a todo lo que avivase
existir, hasta hoy, a un paso ya de que todo acabe.
- Te fuiste un Viernes Santo – continúa Ignacio – lo recuerdo bien, sin mediar palabra, ¿por qué?
- Ella murió – balbuceé – no quería seguir aquí
- Sí, primo, pero más tarde. Es lo que no entendimos. No te quería su familia, vale, pero vuestra relación era firme
- ¿Más tarde? - susurro sorprendido -¿más tarde?
- Sí, murió al tener el niño, estaba en los puros huesos, y no...
- ¿Más tarde, cuando? - me desgarro deslizándome al vacío más profundo
- No sé, navidad, reyes, más o menos
- ¿Qué...? -me derrumbo - ¿y ese niño...?
- ¿No lo sabías? Creía que lo sabías. Y que a pesar de eso no querías saber nada. En esta ciudad todos lo damos por tuyo. Vamos, conociendo a Mariana, seguro. Y nadie te deja bien parado. Tu hijo menos. Ella le dio tu apellido. No creo que le agrade verte.
En
este momento soy un metal retorcido, un fondo tenebroso, un sedimento
que sostiene el esqueleto. Lo miro como un árbol al vaivén de un
rumbo inútil, pero como un mar de oídos y ojos.
- Se llama Lucas, está casado y tiene dos niños preciosos
Sigo
sin poder articular palabra.
- Vive en el bloque de la plaza de Las cigüeñas, pregunta a alguien o en la cafetería
Vuelvo
a darle un abrazo. Le pregunto por el comedor. Hoy descansaré,
aunque no creo que la vida me deje.
CAPÍTULO
6.- Morirse es fácil, mas vivir la muerte es de otra natura. Y yo la
he percibido a diario, con mis pies buscando el vacío para caerme
una y otra vez.
He
vivido arrancando todas mis hojas, sentado en la losa de mármol con
mi nombre inscrito, y fundido a ella, a Mariana, respirando su aroma,
al mismo círculo de besos, a su pecho infantil, apenas despierto, su
sexo silencioso y denso, otro mundo en la penumbra.
Mi
vida contra la vida, toda ya inconclusa y repelente, mirando siempre
volver como un pájaro etéreo y con la soledad sumisa.
Y
surge de pronto que más se desmorona, más repele lo inconsciente,
aquel impulso ante lo irremediable, y esta sorpresa, con mi culpa,
ahora, que todo magnifica.
Después
de todo, con el tiempo ya perdido, no soy culpable de su muerte tal
como sesgó mi vida, pero sí la mató mi muerte, mi sombra fugitiva,
mi silencio sin fondo ni sentido. Tuve miedo. La di por muerta y tuve
miedo. Sus hermanos juraron matarme si me acercaba a ella, y nos
veíamos a escondidas, como aquel Viernes Santo fatídico en el que
fingió no encontrarse bien para quedarse en casa y amarnos todo lo
que fuésemos capaces.
Hay
lunas que tiemblan rezagadas y ternura mar adentro a tanta emoción y
hermosura, momentos ciegos a tanta debilidad con solo existir a lo
permanente, al tesoro que alcanzar con las manos del hambre, latiendo
al silencio desde el murmullo más pequeño.
Y
para llegar a eso, a ser un cobarde, a tenerla en mis brazos, muerta,
y ver anegarse toda faz de la conciencia, la respiración misma, por
la sangre más amarga que abrazaba nuestra lluvia.
CAPÍTULO
7.- Llego a la plaza sobre las diez y con los ojos hinchados por no
haber logrado cerrarlos en toda la noche.
La
calor no ha logrado seducir ni a una brizna de aire para que le
acompañe y aprieta en la soledad más absoluta. Aquí julio, es su
cenit y no suele fallar. Con todo, esta plaza y sus árboles invitan
a su sombra y aún es soportable.
Plaza
con una enorme chimenea que, en su cúspide, tiene un nido de
cigüeñas. De ahí su nombre. Una placa en ella en honor a unos
poetas llama mi atención pero la letra es pequeña y mis ojos no
están para eso. Así que me giro a una cervecería y una cafetería
a uno y otro lado de la plaza que tienen sus terrazas a tope. He
desayunado en el motel pero otro café no le vendrían mal a mis
nervios.
Al
otro lado de la barra de la cafetería atiende por Sito un joven con
la sonrisa en los ojos abiertos y en todas las palabras.
- Un café, cortado por favor – le pido
La
pregunta salta en mi boca, y la freno hasta que, tras mil salidas a
la terraza, Sito me encara con la taza de café al tiempo que
proclama las excelencias de su local con buenas dosis de gracejo.
- ¡Señores, el mejor café en cafetería Las cigüeñas!, ¡abierto de sol a sol, pero a la sombra!, ¡y con el café, son gratis las servilletas, una galleta, y el agrado!
Coloca
una galleta entre el plato y me mira. Imagino que seré el único que
no conoce entre los asiduos o el goteo inconstante.
Quizá
nota que lo miro en exceso y me lanza la mano.
- Sito, para los amigos
- José – se la estrecho con media sonrisa
Estoy
nervioso, no puedo evitarlo.
- Soy de aquí, pero no me conoce. He vivido muchos años fuera, demasiados
- Ea, no – se aprieta la barbilla – lo recordaría, Bailén es pequeño...
- Pero... - sigo y casi balbuceando – si le digo mi apodo seguro que me asocia a alguien: El porretas
Se
le ilumina la cara y la sonrisa le crece en todas direcciones.
- Ahí fuera, desayunando, tiene usted a uno con su mujer
- ¿Lucas? - estallo sin pensar
- Lucas, sí, más o menos de mi edad – y le señala – ve aquella mesa, pues ese, el del polo blanco a rayas
Mis
ojos se clavan en un perfil brioso, marino, de rostro combativo y
seco. Está relativamente cerca y sigo sus gestos, mordiendo la
tostada, a ratos hablándole a una mujer menuda, de espaldas a mí,
rubia, con las manos y la lengua muy sueltas.
No
es sitio para presentarme ante ellos, aunque ya lo esté abrazando mi
alma. Así que me quedo inmóvil ante el abismo que nos separa, con
la mente rota y los pensamientos dispersos.
Pido
una copa de Dyc y aguanto impertérrito hasta que se levantan y se
marchan.
Tras
pedir la cuenta le digo a Sito:
- Perdone, me han dicho que Lucas vive en este bloque...
Sito
recela.
- Lucas es muy amigo mío, ¿le conoce usted?
- No – le digo con los ojos húmedos – hoy lo he visto por primera vez
- ¿Entonces?
- Soy su padre – le confieso sin pararme a pensar – creo que soy su padre
CAPÍTULO
8.- El súbito vacío no escucha a la luz, la contempla en la
distancia.
La
misma escena la repito varias mañanas. Voy a la cafetería y coloco
el taburete donde puedo verles desayunar en la terraza, a veces
sentado cerca y escuchando sus voces.
Tengo
claro lo frágil que me sostengo pero me siento afortunado. Mi vida,
desierta y desdichada, esboza un final tan inesperado como feliz en
su matiz más inexpresable.
No
me queda mucho, supongo, no he querido tratamiento, nada, y aunque a
veces los dolores aprietan los calmo con el aguante y la
indiferencia.
Sé
que llegará el momento de ceder, claudicar, ponerme en manos de
otros hasta mi último aliento. Pero ahora estoy bien, y en lugar de
la pastilla opto por un Dyc más de la cuenta.
Y
sobre todo, de momento, por esperar.
Y,
poco a poco, llega a ser Sito mi confidente. Es un hombre agradable y
me voy sincerando con él, si más que cotilleo observo que le mueve
el ayudarme. Ve lógicas mis dudas ante el choque emocional, también
que, al conocer a Lucas muy bien, sabe que puede darme un revés sin
un solo resquicio al acercamiento.
Así
sé que es conductor de trailer, ahora en paro, aunque le han
asegurado en su antigua empresa que en septiembre se reincorpora, y
que está bien, feliz, con una buena mujer, y dos hijos ya casados, y
un nieto, Lucas, como él. Con las apreturas lógicas de la vida, y
un hijo casi ahogado por la falta de trabajo y la hipoteca.
- Yo, Sito – me sincero esta mañana, entre sus vaivenes a la terraza, con la barra casi solitaria – ...he sido cocinero, he trabajado siempre, he salido poco, no he gastado en gilipolleces, y he juntado un capitalillo, muy bonico. Tengo un piso en Teruel, varios locales, y amortizado en el banco, ni sé la cantidad, nunca me ha preocupado. No tengo a quién dejárselo, y sí, ya sé que el cariño no se compra, pero mis intenciones ya las imaginas...
- Él me ha hablado siempre de un padre que se marchó dejando a su madre tirada
- Ya sabes como ocurrió – le digo casi escurriendo una lágrima – también la culpa que tuve: mi cobardía. Muerta o no, debí quedarme y asumirlo todo
Niega
ponerme el segundo Dyc que le pido.
- No bebas más – me mira algo sonriente a los ojos – ayer hablé con él. Ésta es una ciudad pequeña y ya ha cundido a voz. A alguien, además de a mí, se lo habrás dicho
- Ya, ya
- Ayer – sigue- me preguntó por este hombre que está aquí todas las mañanas y no deja de mirarle.
Levanto
la cabeza, le miro con ojos de agua, abiertos al mundo, y giro la
cabeza a la terraza para sentir en su latido sus ojos clavados en mí.
- Escúchame – sigue Sito, cogiéndome del hombro – cuando se marchen sube al 1º B. Lleva tu enfermedad lo mejor que puedas. Suerte. Me ha encantado conocerte.
EPÍLOGO.-
El bloque Las cigüeñas tiene afluencia y al salir alguien accedo al
portal.
Respiro
un frescor y un silencio agradables. Me recreo en cada paso, o no sé,
quizá los nervios me frenan. Soy un ser estéril, pero mi sangre
muerde a un corazón con el hogar encendido.
Siento
a Mariana, la noto a mi lado.
Llevo
conmigo todos mis miedos y la esperanza indefensa, con un manojo de
flores invisibles a su espalda.
Y
sobre mi tiempo inapresable un cofre abierto a instantes de lo
perdido, a la suerte, buena o aciaga, que hoy se adentra en un pasado
roto.
El
ascensor frena bruscamente, las puertas se abren con rotundidad.
Desvelan una puerta. Sobre ella un pequeño rótulo: 1º B
Pulso
el timbre.
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