Tus pies desnudos
sobresalen de la hierba. Tus dedos una cresta me parecen. O una
malformación de tu carne. Diez bultos en escala que no hacen honor
al resto de tu cuerpo. Una parte de ti impersonal, insulsa. A lo
mejor por desconocidos pues nunca antes había reparado en ellos.
Estoy
sentado frente a ti, a unos metros, tu cuerpo yace tendido en
la ladera, y es lo único que me muestras. Están inmóviles,
brillosos por el sol de la tarde. Tu cuerpo desnudo, sé, está
cubierto. Te arropa un manto de hierba, débil como cientos de
trazos. Desde aquí no puedo ver tu cuerpo. Sólo tus pies que
parecen brotar de la tierra. La ladera cae hacia la playa. El mar
está en calma. Las olas vuelven a parecerme murmullos, susurros de
tu boca. La tarde es hermosa y clara, calurosa. La mirada puede
llegar muy lejos, siempre con tus pies debajo como una firma
dedicada, entrañable, para nada molesta, a pesar de todo. Cruza un
barco a lo lejos. Es pequeño, como un juguete de niño. De pequeño,
no hace tanto, jugaba con mi primo en una charca que había detrás
de mi casa con un barco que talló mi padre. Para mi cumpleaños. A
mis nueve años. Se rompió o lo perdí, ya no me acuerdo. En éste
momento lo añoro. Como a ti. También a mi padre. Recuerdo con
respeto a mi padre, no sé si con amor pues no se dejaba querer.
Quería a su manera, fría, inexpresiva, que es la mejor manera de no
querer a nadie. Crecí demasiado solo y fui niño demasiado tiempo.
Hasta que me enamoré de ti. Las mujeres nos obligan a ser hombres.
Yo salté de ser niño a ser hombre como un mono a una rama. Ser
hombre es otra cosa. Yo me hice hombre por ti. Luego no supe volver.
Aquel barco de juguete se transformó también de golpe en uno de
verdad. El barco de mi padre. Sólo hice un viaje en él. Dos meses
en alta mar, sin pisar un puerto. Un único y largo viaje. Busqué
otro trabajo. Algo que no me separara de ti. Te quería. No podía
dejarte. Que otro se interpusiera. Porque tú buscabas a alguien.
Pronto supe que no eras feliz. Con mi primer sueldo te compré un
reloj chapado en oro. Lo guardaste. No pudiste lucirlo. Ese regalo te
hizo mirarme de distinta manera, pensar en mí con sorpresa, poco a
poco con interés, y aquel día en tu casa, solos, con irrefrenable
deseo, con una pasión salvaje que me hizo hombre sin tiempo a
digerirlo. Días más tarde te hablé de éste lugar. Aquí solía
traer a Elisa aunque no hice nada con ella, solo besos y caricias.
Quería casarse, llegar virgen a la boda. Contigo fue otra cosa.
Sentí algo distinto. Me faltaba el aire, me ahogaba tu presencia.
Puede que no haya sido amor, me cuesta creerlo, qué importa. Te
mostrabas satisfecha, no sabías disimulármelo. Yo también contigo.
Fueron unos meses intensos. Un pasado cercano y ya lejano, demasiado
lejano, disperso, como humo en una ventisca. Pasó, y estoy aquí
sentado. Éste era nuestro lugar. Debajo de ésta gigantesca roca en
la ladera. Nuestro lugar secreto, no por recóndito, o escondido,
sino porque aquí no solía venir nadie. La gente prefería la playa
de arena fina que penetra en las calles del pueblo y no ésta pequeña
playa de grava que te destroza los pies, algo alejada, donde hay que
dejar el coche sobre el acantilado, a más quinientos metros y
cargar con todo: las neveras, las sombrillas..., por eso la gente no
viene o viene poco. Nosotros sí. Éste era nuestro lugar secreto.
Éste lugar donde estoy sentado, al amparo de la enorme roca que sabe
tanto de nosotros. Sigues frente a mí, tendida. No puedo verte. Sólo
tus pies juntos, juntos como un brote de carne en la hierba (lloro
sin poder evitarlo), de carne, de carne, Dios, de carne en la hierba.
No puedo borrar tu imagen aunque frente a mí no haya nada, aunque yo
tampoco esté ya aquí. La hierba se habrá erguido. La naturaleza
habrá seguido su camino. Yo ya no sangro. Al menos no la noto. Ni
estoy tendido. Mis manos están limpias. Estoy vestido. Pero mi mente
está aquí. Atrapada, gozosa. Contigo. En éste lugar. A lo mejor
sin notarlo también impasible, robotizada. Hay hechos que se pudren
a un lugar, se adhieren a la tierra, al aire, a una porción de aire
que sólo gira y gira en ese espacio, siempre el mismo aire que
mantiene hibernado el olor, las sensaciones, las voces de las
personas que allí claudicaron. Hechos de vidas cortas, inútiles.
Vidas que no sirvieron para nada, arrancado de cuajo lo que en verdad
merecía la pena. Por eso nuestra vida no sirvió para nada. De nada
sirvió lo que viviste antes de conocerme, de nada lo que me quede
aún por vivir. Viviste para conocerme, yo para conocerte. Todo
acabó. Tú estás muerta. Yo vivo muerto contigo. ¡La vida, ah, qué
vida! De la mía hay pocas cosas que merezcan la pena contarse. De
la tuya podría aventurarme a opinar lo mismo. Estoy seguro que
conocernos fue lo único bueno que nos ocurrió. Algo que creció sin
llegar a formarse. Y estoy aquí, lejos, sin haberme marchado. Lejos.
Muy lejos. Desde aquí, lejos, sentado bajo la roca, intento verte
muchas tardes de sábado (todas las tardes de sábado). Verte venir
por el sendero que bordea el acantilado, simulando pasear. Nunca te
ha gustado bañarte, le decías a todos. Y paseabas como admirando el
paisaje, como meciéndote al vaivén de las olas, respirando
profundamente el mar, acercándote lentamente al acantilado que
separa las dos playas, corriendo como una chiquilla a mis brazos
cuando te perdían de vista. Yo te esperaba siempre. Me gustaba verte
venir a lo lejos, y me sentaba aquí largas horas esperándote. Tu
vestido de gasa transparentaba tus biquinis fosforescentes. Cuando
llegabas estaba siempre excitado. Hacíamos el amor aquí mismo. Bajo
la roca. Revolcándonos en la hierba entre risas y besos. Luego
hablábamos. De ti, de mí. Para nada del futuro incierto, imposible.
También pasábamos muchos ratos en silencio, desnudos, mirando el
mar. Luego te marchabas despacio, girando la cabeza a cada paso.
Algunas veces corría en tu busca y volvía a poseerte en el sendero.
Eras mía cada sábado por la tarde. Unas horas que daban vida al
resto de la semana, a una vida que ni tú ni yo queríamos. Una vida
que ya no nos servía, si acaso para partirnos el alma. Tú al calor
de los tuyos, de tu marido, de mis primos, yo al de mis padres, al de
Elisa, una niña, un ángel. Una farsa que saltaba en pedazos cada
sábado por la tarde. Que tuvo un triste final un sábado por la
tarde. Una tarde en la que hicimos el amor, en la que hablábamos
desnudos de ti, de mí, mirábamos el mar. Una tarde apacible,
sesgada por un disparo a bocajarro en tu pecho desnudo. A mí me miró
a los ojos y no fue capaz. Se disparó él en la cabeza y rodó por
la ladera hasta la playa. Me salpicó tu sangre. Estabas sentada a mi
lado y tu cuerpo se escurrió en la hierba. Reculé a la roca. Me
quedé tendido. Inmóvil. Llorando. Palpando tu sangre. Restregándola
por mi piel, tiñendo con ella mis ojos, mi boca. Mis ojos llorosos
sólo veían tus pies surgir de la hierba. Lo único que logro ver de
ti ahora. Como si tus pies, hermosos ya me parecen, como tú toda,
brotaran de la tierra.
¡Hola, Juan!
ResponderEliminarTu relato de un amor prohibido me ha atrapado. Cuando en la vida real sucede algo así, es muy difícil de superar, pero no imposible. ¡Excelente narrativa!
Cordiales saludos, un fuerte abrazo