Se me ocurrió. No venía a cuento pero
lo dije:
- Te quiero
La que hacía unos minutos se había
presentado como María y me relataba con minuciosidad la reforma que
desearía que acometiera en su vivienda calló de golpe.
Hay miradas que hablan por sí mismas,
la mía la tomó como una afrenta, mi confesión como una puñalada
(una herida de pega), antes de girarse y marcharse sin esgrimir un
saludo.
Viene de lejos. De muchos años. Años
de miradas, de análisis profundos, gestos de una u otra índole.
Hoy me enteré de su nombre, María,
María..., suspiro. No sé si sigue casada, jamás la he acechado ni
seguido, dejando nuestros encuentros al azar, cruces de miradas más
o menos intensos, la mayoría desairados.
Reconozco que me gusta, también que
nunca he deseado nada de ella, ¿qué entonces? Estoy casado. Soy
feliz. No busco otra relación. Lo de ella, a lo largo de los años,
bien pudo ser una verborrea visual incontrolada. Sí, creo que dejé
los ojos a su libre albedrío y toqué sus cimientos como un juego.
Un juego en el que hubo de todo, miradas de curiosidad (nunca lo
había llamado amor), miradas de odio, de absoluta indiferencia.
Ahora pienso, mientras la veo alejarse
con el movimiento peculiar de sus piernas, algo despatarradas,
sensuales me han parecido siempre, que no puede ser casual que haya
venido a buscarme para ese trabajo, que se haya puesto frente a mí y
hayamos oído de primera mano nuestras voces, tampoco esa metedura de
pata mía hasta la ingle, no, no es casual, entre nosotros hay algo,
no sé si llamarlo sentimiento, de ningún modo llamarlo amor.
Dobló la esquina. Volví a mi trabajo.
Intenté no pensar en ello. Pero era difícil. A lo largo de la
mañana imaginé situaciones de todo tipo, la mayoría rocambolescas,
naturalmente entre ellas encuentros fogosos, alguna salida de madre.
No la conocía. Había forjado una
persona a mi capricho que tal vez no se ajustara a la realidad. ¿Cómo
sería en realidad María, y qué me importaba? No pasaría un
casting de belleza. No es de esas que nos hacen girarnos a los
hombres como un resorte. No la llamaría fea pero sé que sí
cualquier otro. Su voz varonil aunque con un tic algo gracioso
tampoco dice mucho a su favor. Es bajita, con un físico nada
estridente, ¿qué entonces?, me digo como tantas veces a lo largo de
tantos años. ¿Qué entonces?, ¿qué me atrae de ella? Mis ojos se
iluminan cuando la veo, mi corazón se acelera, eso no puedo negarlo.
¿Me gusta?, supongo que sí. ¿La quiero?, ¡qué estupidez! Pero
una estupidez que susurraron mis labios. Le dije te quiero sin poder
evitarlo y me pesa recordarlo.
El móvil sonó sobre las doce.
- ¿Pedro?, soy María. Perdona que me haya marchado. Tengo interés en que me hagas la obra, me han hablado bien de ti, en fin..., me gustaría que la hicieras
Su voz impetuosa me dejó sin habla.
- Mi marido estará aquí sobre las cuatro. Si te parece puedes venir a esa hora
- Vale, vale – balbuceé sin pararme a pensar
- ¿Sabes donde vivo?
- Sí, claro – dije y creí haber metido la pata de nuevo
- ¿Entonces, hasta las cuatro?
- ¡Eh!, sí, sí, hasta las cuatro
Colgó. Mis oídos eran un hervidero de
grillos, mi corazón tamborileaba con soltura. Hay situaciones que
sobrecogen, que nos hacen desear que nos trague la tierra, ésta no
sabía cómo afrontarla, ni si debería afrontarla.
Bueno. Sabía algo más sobre ella.
Tenía marido. Conocí a su marido. La última vez que los vi juntos
fue hace muchos años. En un bar. A ella le molestó mi presencia,
supongo que mucho más mis miradas intermitentes, y se marchó a los
pocos minutos con un genio de mil demonios ante mi sorpresa y la de
su marido. No he vuelto a verles juntos, tampoco a su marido. Eso me
indujo a pensar que fuera una mujer separada, tal vez viuda. Sigue
casada con él, no lo entiendo
No viene al caso pero también sé, de
casualidad, que es abuela. Yo también desde hace unos meses.
Vuelvo a mi estado. Me puse un poco
raro. Los nervios jugaban a atenazar mis músculos. Definitivamente
no podía pensar en otra cosa. Era una encerrona. A lo mejor la
manera más eficaz de dejarnos de niñerías y de poner las cosas en
su sitio pero una encerrona, sin duda.
Como juego ya no tenía gracia pero
nunca supe evitarlo. Era superior a mí.
Tengo esposa, una hija, desde hace unos
meses un nieto precioso, ya he dicho que soy feliz.
María, María, suspiro.
¿Qué la ha movido a enfrentarme?
Su imagen se materializa delante de mí
flotando risueña. Puedo acariciarla, apretujarla, pero no me
escucha, no sé por qué no me escucha cuando le hablo. Mi ayudante,
Pepito, un chico algo pasmado, pensará que no estoy bien de la
cabeza.
No es lo mismo ser el acosado. Ahora
soy yo el acosado. Se han vuelto las tornas. Lo tengo merecido.
El día se me hace muy largo y juego a
ponerme en su lugar, a hacerme sus preguntas. ¿Qué busca éste tío,
por qué me desnuda cada vez que me mira, por qué no me dice qué
quiere de mí?, ¿es tonto o se lo hace? Me miro en sus ojos y qué
veo. No me gusta lo que veo. Soy un ser cerrado, egocéntrico,
egoísta, añadiría que solitario aunque no esté solo, triste
aunque diga que soy feliz.
No es lo mismo ser el acosado, te hace
replantearte cosas, no, no, ha sido un golpe certero, una buena
lección, creo que jamás acosaré a nadie.
¡Qué bonito queda!, borrón y cuenta
nueva. Ojala y así fuera. Porque éste tema aún debo torearlo.
Agarrar ese toro por los cuernos y forcejear con él. Presentarme en
su casa, poner actitud preponderante, tener respuestas para todo
aunque algunas sean un rollo Macabeo, procurar mirar a María sin
ninguna intención (María, María, suspiro), salvo cuando se de la
vuelta y su marido esté distraído. Soy un hijo de puta, lo
reconozco y lo que me ocurra ésta tarde a las cuatro lo tendré
merecido. Deberían cerrar la puerta tras de mí e hincharme a
hostias. ¿Quién soy yo para desestabilizar un matrimonio, una
unión, parece, longeva y armoniosa? Ella enfatizó “mi marido”
con amoroso silabeo. Eso se nota. ¿Por qué, entonces, me devuelve
las miradas, a veces con asco, a veces con una sensualidad que me
idiotiza?, ¿qué pensará de mí?, ¿sentirá algo por mí? Tal vez
ganas de sacarme los ojos. O no. No sé.
Son la una y las cuatro están al otro
lado de un puente colgante de cuerdas y tablas, algunas, demasiadas,
podridas. Un poco antes, como en un stand, están mi mujer y mi hija
a la mesa, la televisión como mediador con las primeras noticias y
luego Saber y Ganar y sus intríngulis. No me encuentro bien,
callaros, dejadme, estoy cansado, no oigo la tele, será suficiente
para los veinte minutos escasos previos al café en Los Patos, casi a
las cuatro, como a diario.
Ha pasado. Más o menos como he dicho.
Pago el café y al salir a la puerta ya noto el corazón a
revoluciones inusuales. María puebla mi paisaje. Los edificios, las
calles, los coches que pasan tienen su cara y su nombre. Difumino el
rostro de su marido al que no logro ni insisto en perfilar. Dentro de
unos instantes estaré frente a los dos con quién sabe qué
argumentos. Por supuesto que los sé. Balbucearé. Sí, vale, no,
correcto, de acuerdo, o quizá las frases más largas: me parece bien
o no me parece bien, acompañarán a la verborrea usual de la señora
de la casa que no parará de exponer decenas de ideas y puntos de
vista, muchos sin pies ni cabeza. Tengo claro que si el tema se
circunscribe a la obra no contradeciré ninguna de sus ideas y si
deriva a terreno farragoso será el momento de poner a toda velocidad
mis piernas. La manida cita: más vale un cobarde vivo que un
valiente muerto se adapta como un guante a mi estado de ánimo. No
afrontaré ninguna situación escabrosa. Yo jamás he mirado a nadie,
¿a usted?, ¿yo?, ¡por Dios, señora!, ¿cómo ha dicho que se
llama?, ¿María?, (María, María, suspiro, la musa de mis sueños).
Que no, que no, que a su mujer sólo la conozco de cruzarme con ella,
sólo de vista. De vista, de vista, qué cabronazo. Me haré el tonto
si llega el caso, será lo mejor. Aunque sienta el impulso de
decirle: Sí, qué pasa, me gusta su mujer, y si ella quiere, aquí
mismo y delante de usted le doy un revolcón. Me ruborizo. Que va.
Jamás me he ruborizado por nada ni por nadie. No es una situación
agradable pero no estaría aquí, aparcando frente al edificio por el
que paso a diario con una u otra excusa (ninguna de lustre) por si la
veo asomada y arrancarle una mirada, si no tuviera mi conciencia
tranquila. Me contradigo, no se rían. Soy un hombre, ella una mujer,
¿Dónde está el problema? Las personas no son de nadie. ¿Qué es
estar casados? Sonrío siempre al pensar que como ser un sparring (o
viceversa) en una pelea cuerpo a cuerpo. Necesitamos a alguien
definido para descargar todo tipo de cosas, la pasión entre ellas,
mientras bulla, claro.
Vuelvo a esto. Tengo que cortar el
rollo y centrarme porque mi dedo pulsa el timbre del 1º A.
El edificio es antiguo. Está dejado de
la mano de Dios. Lo sé yo que siempre miro los defectos, las viables
soluciones.
La voz de María desciende a responder
a mi llamada. Está algo distorsionada. El altavoz del portero debe
estar sucio. Se abre la puerta. El espectáculo es desolador. Los
peldaños de la escalera, el encalado de las paredes, hacen juego con
la caótica fachada. Pero se respira limpieza a pesar de la humedad.
Es de agradecer. No es habitual. Éste estado incita a la dejadez. No
la hay y me alegro. Retumban en la escalera los gritos de otros
vecinos. Aguzo los sentidos, me distraigo, así no pienso. Pero no
hay tiempo. María se asoma a la escalera.
- Sube, pasa – me dice muy atenta
Ella entra primero. La radiografío. Un
pantalón vaquero ajustado y una blusa azul se diluyen, pasan a un
segundo plano. Pero no olvido cualquier cosa que se mueva en el
interior del piso. María me saca de dudas.
- Mi marido aún no ha llegado. Mientras tanto, si quieres, te voy explicando
- Claro
La sigo por un pasillo estrecho y algo
oscuro e imagino cosas. Estoy a solas con ella. Me excita el
pensarlo. Podría besarla, hacerle el amor y no se enteraría nadie.
Sólo nosotros. Ella habla y yo le beso los labios, se gira y la
acaricio. Entramos a una habitación con humedades y una cama
desecha, ¿qué nos costaría tumbarnos en ella, envolvernos de esa
pasión que nos ciega, reventar uniendo nuestras vidas un instante? Después sonreiremos a su marido, a ese personaje siniestro que puede
entrar en cualquier momento cortando nuestro hechizo con un hacha.
Ella habla y habla y no la oigo. Pienso
que debo hacer algo, que debo darme prisa…
- Perdona el desorden – me dice y me repite al notarme turbado – Ven, te presentaré a mi familia
¿Familia?
Estoy apoyado en el marco de la puerta
y ella sale al pasillo casi rozándome. Huelo su sudor, algún resto
de colonia. Es hermosa. Me tiene hechizado esta mujer normal en todos
sus aspectos y que a mí me parece una diosa. La sigo de nuevo por el
largo y oscuro pasillo y casi al final abre una puerta. Entra. Yo la
sigo. Freno en seco. No puedo creer lo que veo. Cuatro y cinco
chiquillos hacen como que estudian alrededor de una mesa cuando en
realidad están pendientes del Tomate (un bodrio de Telecinco). Dos
mujeres viejas en sendas mecedoras me miran con fijeza y me saludan.
Una chica veinteañera juega con un ordenador apegado a una ventana y
no se gira.
Me los presenta. Las mujeres viejas son
su madre y su suegra. Están impedidas. La chica del ordenador es su
hija y ni estudia ni trabaja.
- Tengo otra hija casada y una nieta
Los cuatro o cinco chiquillos, de siete
a once años, me aclara que son de su marido.
- ¿Cómo que de tu marido? – pregunto con extrañeza
- De mi segundo marido. El primero murió como sabrás
No. Me quedo de piedra. Yo ya no sé
nada. Cierro la puerta a la fantasía. Me remito a la obra.
- Sí – sigue ella, saliendo al pasillo y cerrando la puerta a su familia – nos han concedido una ayuda…, de la Junta de Andalucía, diez mil euros me han dicho, no estoy muy segura. Necesito un presupuesto para ver si con eso y algunos ahorros podemos afrontarlo. Mi marido trabaja en un tejar y gana bien, yo ya sabes que limpio casas…
Suena su móvil. Dice varias frases
entrecortadas y cuelga.
- Es mi marido. Dice que no puede venir porque ha surgido algo en el trabajo…
De nuevo enfatizó “mi marido”
lenta y cariñosamente.
Creo que deseo irme. Le digo:
- La obra que me has dicho hasta ahora calculo, así por encima, que rondará los cinco o seis millones de pesetas. Está todo hecho una pena
- Pediremos un préstamo. Si algo nos falta te lo pagaríamos poco a poco, vamos, si tú quieres
Su mirada y sus gestos cambian. Se
distiende. Lo noto. Sigue relatándome algunas cosas que va
recordando. Mueve los brazos y me roza con disimulo. Me sonríe como
a mí me gusta. Hace a menudo un gesto que estremecía mis apacibles
sueños. Percibo el pastel. Su sabor dulce y su trasfondo amargo.
Intuyo que no movería un músculo si me arrojase a ella como un
desaforado loco. Que haríamos el amor con una pasión inusitada. Que
me dejaría hacérselo todas las veces que hiciese falta. No pienso
mal de ella. Me da pena su situación. Seguro que su marido está
bebiendo en un bar porque ella le ha dicho que no venga, que tiene
que estirar demasiado sola de un carro demasiado pesado. Que yo le
caigo bien. Que qué más da. De paso huye de la monotonía. No es
una puta. Eso lo sé de sobra. Es una mujer maltratada por la vida y
yo un Mesías abyecto, un despreciable sujeto que busca satisfacerse
por encima de todo. No olvidaré esto. Pienso en mi familia. En que
no me la merezco. En que voy a dar marcha atrás a toda velocidad y
regresar a ella. Cortar mis tentáculos. Volver a ser una persona
normal. Centrarme en mí mismo y en las personas que me quieren.
Buscarme y ver qué encuentro. Si merezco llamarme como me llamo, si
ser quién creo que soy.
Por nada del mundo toco a María a
pesar de su cercanía y sus insinuaciones, de sus pechos, ahora,
medio visibles. La dejo con media sonrisa y con alguna promesa que
sabrá por mi mirada, mi prisa, que no pienso cumplir. Salgo a la
calle y respiro. María, María, suspiro, a pesar de todo, con
hondura.
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