En mi familia, mis tíos, mis
padres, tuvieron muy arraigada la costumbre de ir a la romería de la Virgen de la Cabeza.
Mi padre era camionero y recuerdo
con cierta nostalgia, en los sábados previos a la romería, los preparativos en
su Barreiros 42-20 para el viaje junto a familiares, vecinos y amigos, tales como la
limpieza de la caja del camión, el colocar las barandillas, la lona, el
instalar unas bombillas, las sillas, mientras que, en mi casa, mi madre guisaba tortillas de patatas y carne
con tomate.
Luego el viaje nocturno -solíamos
salir a las 2 o las 3 de la madrugada-, los vaivenes en las curvas, los
cánticos a la Virgen ,
que apaciguaban o silenciaban los mareos y los vómitos. Cánticos entrañables,
voces la mayoría en el recuerdo, y que tienen en propiedad su parcela de por
vida en mi memoria…
(viajes así, en esas condiciones, hoy impensables, y en los que tildarían de
llevar a la gente poco menos que como ganado, y con razón).
Así, desde pequeño –me llevaron
por primera vez con 1 año y tres meses- me inculcaron año tras año ese sentir,
esa fe en ésta romería; hábito que continué junto a ellos hasta mis 20 años, más
o menos. Después, a ver, la vida nos empuja en otras direcciones, otro modo de
ver las cosas, otro modo de entender la fe. Fe que pronto tuvo su época de
dudas. Dudas que llegaron al hacerme de golpe todas las preguntas posibles, y
no hallar ni una sola respuesta, ya que
la vida las suele contestar, si cabe, poco a poco, a modo de detalles y cuando
le viene en gana.
Pero bueno, una cosa aquí, otra
cosita allá, fueron haciendo piña, y pronto ejército –de Pancho Villa- al
asalto de nuevo del sentido que pudiera tener mi existencia, las personas, las
cosas que me rodeaban.
Tras una década de visitas esporádicas
en los meses de mayo, llegó algo a lo que siempre me había opuesto e incluso
había criticado: subir andando desde Bailén hasta el cerro el Cabezo: 40 km por caminos, carretera
y trochas, 10 horas de camino casi
ininterrumpidas -los cachas las hacían en 8-
Se dio la circunstancia de que mi
hermano debía cumplir con ello una promesa, y me decidí a acompañarle. En fin,
para alguien como yo, acostumbrado a trabajar pero no a andar -nada en absoluto,
iba en coche a comprar tabaco incluso a la esquina- fue un reto que no me paré
ni a pensar. Y ocurrió que, llegando a la aldea de Zocueca -a 7 km de Bailén-, pensé en
volverme porque no me sentía capaz.
Bueno, fui 5 años consecutivos, y
no sólo por el grato placer, sino además por una serie de detalles que guardo
para mí y que no llamaré jamás coincidencias.
Con esos detalles, añadidos al
resto que atesoraba, mi fe ascendió al lugar del que nunca debió bajar -ni
beata ni practicante-: la de alguien que la vive dentro, aunque a su forma y
modo.
Últimamente voy siempre que puedo,
poco, y por circunstancias personales.
La última vez en romería hará 20
años -creo- y hacía un día de perros. Noche cerrada de viento, frío y lluvia y
mismo panorama al amanecer, hasta -como
ya he visto otras veces y no me sorprende, para nada- un rato antes de las
doce, en que se abrió un claro en el cielo sólo en éste cerro, momento en que
salió la Virgen
en procesión, para volver a cerrarse en lluvia sobre las tres de la tarde, casi
en el momento de su recogimiento -tuvieron a última hora que correr- y de nuevo sin un respiro. (Como nota curiosa
de ese día: dejé a mi mujer y mi hija –tenía 5 años- con el coche con el contacto
encendido y la calefacción puesta –incido en que hacía un día de perros- y fui
a un puesto cercano a tomar un chocolate con churros. Bien, pues tuve que
sujetar el vaso de plástico del chocolate con una mano, el papel de los churros
con la otra –se lo llevaba el aire- y comerme los churros cogiéndolos con la
boca del papel, jaja, todavía me río. Un show)
Este año he vuelto a sentir el
impulso de ir a la romería. Iré con mi hija si no surge ningún contratiempo. El tiempo anuncia
lluvia y ante la frase ya cansina de: “déjalo para otro domingo, cualquier
domingo de mayo”, contesto que no, y no sé explicar ni explicarme el porqué.
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