Tenemos
instaurada la queja. Somos de quejarnos. A lo que funciona buscamos
el pero, y a lo que no, obviamente, con más motivo.
Las
romerías de mi niñez tendrían su pero aunque en el tiempo las
recuerdo como muy entrañables, muy familiares y concurridas, donde
no faltaban el ascua, la paella ni a Los Neliab en la verbena.
Romería,
que fue derivando en otra cosa, en tres semanas de juerga sin control
donde la bebida era la imagen que adorar, y bueno, La Patrona quedaba
relegada a verla pasar durante cinco minutos, a hombros o acompañada
por una multitud devota que, pasada la misa y la procesión, tomaba
el camino de casa, del chalet o del restaurante.
Y
recuerdo que, entonces, el sentir general, la queja, era que se había
desvirtuado, desmadrado, el sentido de la romería.
Pero
pronto llegó la restricción de hacer fuego y no tardó en apagar al
llama a una juventud que ya andaba anclada a su recinto fijo, su
botellón de todo el año, donde caben todas las fiestas.
Y
así, Zocueca fue perdiendo fuelle, atractivo, hasta que quedó
desierta.
Hoy,
en Zocueca, el ambiente romero está lejos, a siete kilómetros. Allí
se ha instalado el ascua, la barbacoa y la verbena. Verbena a la
romería de parecido con una a San Juan, a la Virgen de los Dolores,
por ejemplo, porque allí hay alusiones pero de Zocueca ni rastro,
aunque el domingo resucite de 6,00 a 13,00 horas, siguiendo una
tradición en la que más de media ciudad se vuelca con una tradición
encomiable.
Pero
claro, esgrimiendo la queja.
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