Porque
la sangre brota, y huye,
en
nuestra muerte
quedan
huecos para la vida.
Duele
como
abraza la piedra,
la
constancia de la quietud,
como
se obstina, y duele,
el
rostro casi intacto
que
busca por las pieles ingenuas,
por
los ojos con manchas de pecado,
a
la luz que consume toda tregua,
que
nos enmudece y nos extingue.
Porque
no nos habla un abrazo
y
eso duele,
la
complicidad no repara al abandono,
y
duele
que
el oído se conjure con los cielos que le bastan
para
conquistar al tiempo que sigue hacia adelante
como
eslabón de todo lo disuelto,
de
la sed que no excava ni conmueve.
Perdimos
hace siglos la alianza
en
aquello que se siembra lentamente
y,
como por primera vez,
se
es joven en la luna que emerge
de
las manos del ciego,
aunque
duela
que
en lo imposible de existir
la
vida lata más allá de la sangre
abriendo
caminos a lo injusto,
a
lo profundo,
que
se sigan marcando huellas
que
no tienen sentido.
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