Silencio
es el idioma. No se oyen los pasos. Bailén está en calma. Calma
casi de julio que, para colmo, la amuerma, le cierra los ojos, le
hiela los labios.
Bailén
nos despierta y se retira a mirarse en el espejo el antes y el
después, y nos deja con el día y la palabra en la boca al borde de
no saber escapar de las cosas cotidianas.
Y
nos mantiene el mismo gesto frío de la piedra cuando, torpes,
intentamos remover la tierra seca para exprimirle algún quehacer pequeño,
para hallar alguna flor que crezca de su parca respiración.
Y
todo nos tiembla, porque no hay un ruido más fuerte que su impasible
debilidad, atrapada en el desastre y la huida de puntillas, con una
flema que cruza páginas y páginas del sentir de los fracasos.
Y
no es mala tierra. Pero mal gestada cruje así al desgajarse, al
borrar tristemente un mundo escrito y mirar con la hoja blanca.
Ahora
los largos caminos hablan de arena, llueven desvaríos sobre las
metas azules, las verdades cruzan la luz, y no hay fondo en la
aventura de ser, sino apenas un ir y venir a tan solo hacer noche
tras las mieles de un día, si Bailen tan solo saca de su chistera
futuros descalzos.
Yo,
que he estado en sus brazos y le he dado mis manos, nunca desharé su
nombre, aunque no sé qué quiere ni adonde va. En las culpas ya no
hay nadies ni tiranías, pero muy pocos le hablan de amor. Y en la
soledad los muros se cierran, y a los adentros solo se accede por los
viejos puentes. La mayoría se va, arroja sus pétalos al viento,
pues no quieren caer de los viejos tiempos a la nada. Los demás la
arropan,y siguen en el lento viaje que les teje algún verde arrullo,
algún hilo de luna.
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