Un simple espacio cobija,
a las puertas del corazón,
abandonarse a la tierra,
a su puesta de sol, a los
ojos
tejiendo para sí todo su
cielo,
todo su aire, todo el
silencio.
Giran y giran los arroyos
en el regazo del tiempo
breve,
bajo un dintel de juventud
y amarga eternidad,
en un tú y yo a cada lado
del cristal,
mas así, sin embargo.
Se desvanece la palabra
cada vez que te miro, cada
vez que
me acerco a ti al roce de
una hoja
que cae, al brillo de un
gesto sombrío,
y apenas arde la locura,
si se apaga otro instante de
horas enteras
que deja poco qué decir,
apenas desnudar
pequeñas cosas: el frío
rescoldo,
el te quiero inmóvil,
devorándote,
el beso que a poco sabe,
inocente.
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