Gregorio tenía, mejor dicho tiene, la dentadura sin una sola
falta.
Y no tiene ni una sola pieza natural.
Milagros de la odontología.
Algo no importante si se acepta. Si se convive con ello como
si no pasara nada. Gregorio lo aceptó en su momento, ya hace algunos años.
Final de un calvario desde su temprana juventud donde vio salir de su boca una
pieza dental tras otra después de una fase insufrible de dolores. Punto y final
a media vida de gritos y alivio, de enjuagues y Nolotiles.
A su dentadura postiza Gregorio no le hacía, mejor dicho le
hace, mucho aprecio. A veces ni recuerda que
la tiene. Mastica lo que sea sin
problemas, y sólo con el caldo parece desajustarse.
En fin, no importante, y que no tendría ninguna
trascendencia, de hecho ni siquiera ustedes se hubiesen enterado, si Felisa, su
novia hasta ayer, no le hubiera pillado enjuagándola bajo el grifo del lavabo.
¡Ah, Felisa, Felisa!
La susodicha dio una arcada en seco. Quizá recordando algún
beso con lengua. No. Peor. Contó luego a todo conocido y por conocer que viendo
la imagen imborrable del vaso de agua en la mesita de su difunta abuela con la
prótesis dentro y restos de comida flotando como pececitos.
Hay fobias que duermen y cuando despiertan lo hacen
enloquecidas. Felisa se marchó dando pisotones y la espalda a tres años de
relación, girando a cada metro su gesto de asco, de incredulidad, sus ojos de
rabia e inusitado odio.
Gregorio se quedó mudo, petrificado un instante, mientras su
mente le martilleaba una frase que Felisa le dijo hacía un tiempo y que le
obligó a guardar su secreto en un baúl con siete llaves: “Jamás besaré a
alguien con dentadura postiza, me da un asco que me muero”.
Al despabilarse, todos sus músculos obligaron a trepar hasta
su boca al impulso de exponerla a la altura de sus ojos, de arrojarla al suelo
y pisotearla con saña hasta dejarla como una mancha rosa con piedrecitas
blancas.
Luego, claro, tuvo que agachar la cabeza y confesarle al
dentista que la había pisado sin querer.
-“Esto parece obra de un elefante” – musitó Don Manuel ante
aquel amasijo imposible de recomponer
Después vinieron dos semanas a base de sopas y yogures. Y la
calma. Y el pensar.
Gregorio volvió a estar como si no pasara nada. Pero sin
Felisa.
¡Ah, Felisa, Felisa!
Felisa, el gran amor de su vida, la musa de sus sueños, una
petarda llegó incluso a decir, también de corazón.
Él no era sus dientes. Todos sus valores como persona no
estaban en esos incisivos hechos sólo a morder, a lucir blanca –más o menos- y
como propia una radiante sonrisa. Que sí, que era un añadido, que sacar a la
luz dos o tres veces diarias su estructura no era una visión agradable, que, a
ver, sin ella parecía un abuelo prematuro, sí, pero que peor estaría con la
boca sumida y mojando un día sí y el otro también sopitas en leche.
Felisa no lo había soportado y él no soportaba no volver a
verla. Dos temas, uno al menos de imposible solución, y el otro, tras intentar
hablar con ella en vano, también.
Gregorio maldijo los azúcares de los chicles Dunkin que
masticaba de jovenzuelo y a pares para descubrir los cromos para un álbum sobre
la conquista de América. Los recordaba con una sonrisa pérfida, también con
nostalgia las bombas de chicle inmensas que estallaban en sus narices y se le
pegaban por toda la cara. Así, lógico, pronto le llegaron las primeras caries, los
flemones, el empezar a sus once o doce años a sufrir con los dientes más que
Jesús subiendo con la cruz el monte Calvario.
Y ahora sin Felisa. Y con ésta cuerda al cuello que acaricia
aún flojita encima de este pino a cuatro kilómetros de la ciudad, a cuatrocientos
metros de la carretera y a cuatro metros del suelo.
Y yo anotando todo esto que me ha contado y lo poco que le
quede ya por decirme.
No puedo decirle nada porque es fruto de mi imaginación, sin
embargo lo sufro como si no lo fuera, es más, me siento hasta un poquito
culpable. Gregorio es un buen chaval y este no es un buen final para una
situación absurda. El amor, un sentimiento flexible, lo ha acerado, todas sus
salidas las ha tabicado con piedras y cemento, así que todo lo que siente por
esa Felisa lo ha dejado solo y a oscuras, a morir por nada.
Le echo una mano.
Todas las personas tienen algo de qué avergonzarse. Me dice
que Felisa no. Que era una perita en dulce. Algo tendría, me digo, aunque ya no
viene al caso. Así que le comento que para la próxima otee algún aciago
equilibrio. “¿La próxima?”, exclama entre me tiro y no me tiro del majestuoso pino,
entre que le da un rayo de luz en la frente y me dice -recuerda-
que tiene varias amigas en Facebook de esas que dan alas. Alas que no necesita
para bajarse del pino como un mono, dejando la cuerda allí como recuerdo de un
final abortado.
Corre y se encierra en casa.
Gregorio lleva varios días pegado al ordenador. Apenas come ni duerme. Toca teclas y salen nombres. Nombres de dentadura normal, supone, y
algunos con problemas confesables para colgarse de un pino.
“Tiene guasa la vida, piensa, unos por tanto y otros por tan
poco”
Gregorio tiene la lección aprendida y confiesa sin pudor su
cáncer, y tras la desbandada sopesa las mejores e ínfimas opciones: Adela, 30
años, de Madrid. Por nada del mundo desea estar solo. Vale. Decide ir a verla.
Quedan en un restaurante de comida rápida. Adela le espera
en una zona íntima con una hamburguesa doble a medio engullir.
Adela está gorda, gorda a reventar, pero Gregorio ya lo sabe.
“Cada uno con lo suyo, se dice, así los dos tendremos alguna
nadería por la que callarnos”
Se dan la mano. Y un beso. Gregorio pide una Cocacola,
patatas fritas y pollo. Adela le mira sonriente y afloja su prótesis dental guiñándole
un ojo.
Hay gente que sólo sabe mirar por fuera.
ResponderEliminarUn beso.
Hola Laura.
ResponderEliminarMás que hacer gracia de esto -en cierto modo desgracia- he intentado con cierta ironía entonar un canto a la belleza interior.
Un abrazo