Me pidieron 1,80 € por el café. Me
resistí a pagarlo.
No era un hotel de lujo ni recordaba
haber visto alguna estrella acompañando el nombre de éste antro
vetusto, descolorido y polvoriento.
Quizá al ser el único abierto a estas
horas intempestivas por estas sierras le daba algún derecho. Quizá
sólo el derecho de abusar de mí, una chica sola, rubia, de aspecto
sexy y algo tonta (yo sé que no y me vale). Quizá porque el
camarero barrigudo, sesentón al menos, con camiseta sudada de
tirantes como inútil armazón de un bosque velludo, sabía que no
volvería a apoyar mis tacones de marca en un suelo de madera
sembrado de colillas y que crujía como una vieja chocha.